jueves, 4 de septiembre de 2008

El pecado. [1]

Si la Biblia demanda que los cristianos confiesen y abandonen sus pecados, ¿por qué no dejan de pecar por completo?

La Biblia enfatiza tanto la importancia de confesar (Santiago 5:16) como de abandonar el pecado (Ezequiel 18:31; Mateo5:29; Lucas 14:27; Romanos 13:12; Efesios 4:22). Pero el solo hecho de que los cristianos deban confesar y abandonar sus pecados no significa que sean capaces de alcanzar la perfección sin pecado. Ciertamente algunos pecados son del tipo externo y obvio que se pueden confesar, abandonar y evitar con claridad. Ningún cristiano auténtico podría cometer un pecado obvio y externo como el adulterio, el asesinato o el robo sin darse cuenta de que está mal. De hecho, sería difícil para un cristiano auténtico cometer un pecado tan claramente definido y obvio sin una gran lucha de conciencia. Pero no todos nuestros pecados son tan externos y obvios, ni se encuentran bajo nuestro control consciente. Existe otro tipo de pecado tan profundamente arraigado en nuestra naturaleza humana depravada que parece tener vida propia dentro de nosotros, como un parásito o algún ser extra terrestre, con unas ansias destructivas por vivir independiente de Dios.1 Este tipo de pecado está presente en todos nosotros, no sólo en los pecadores obvios, como los ladrones, los adúlteros y los asesinos. Con respecto a este tipo de pecado, el apóstol Juan escribió: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros... Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros (1 Juan 1:8-10).
El apóstol Pablo describió su lucha con este tipo de pecado en Romanos 7:15-25:
Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero, eso hago (Romanos 7:14-19).
A menudo, este tipo de pecado interno se lleva a cabo de manera inconsciente y en ignorancia, pero finalmente lleva a la muerte (Romanos 8:6,13). Aparece en formas que a menudo son sutiles, como la codicia, el orgullo, la pereza, la indiferencia hacia los demás y la lujuria. A menudo, este pecado interno es una parte tan inherente a nosotros que sólo lo podemos reconocer con dificultad, aunque los demás alrededor de nosotros lo puedan ver con claridad. Como un veneno adictivo, se ha vuelto una parte tan inherente a nosotros— infectando cada aspecto de nuestra personalidad e identidad— que en esta vida nos es imposible quedar liberados de él al instante. Quedar purificados de su influencia al instante sería más de lo que podríamos soportar.2
Cuando tenemos fe en Cristo quedamos liberados al instante del castigo eterno de nuestro pecado, pero no podemos ser liberados de la carga del pecado interno en sí, excepto a través de un proceso: el proceso de santificación por medio del poder del Espíritu Santo (1 Corintios 6:11; 2 Corintios 3:18; 2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2) La santificación crea un «nuevo hombre» dentro de nosotros, a la imagen de Cristo, una nueva «naturaleza» que es llevada a la vida y a la inmortalidad, en vez de a la muerte y la corrupción. A diferencia del evento instantáneo de la justificación, el proceso de santificación continúa a lo largo de toda nuestra vida en la tierra, logrando su culminación sólo en el cielo (1 Juan 3:2,3).

Escrito por: Dan Vander Lugt
1)Esto se implica en numerosos pasajes en la Biblia que describen la inmensa brecha entre la humanidad pecaminosa y el Dios Santo. (Éxodo 33:20-23; Isaías 6:5; Juan 1:18 ; 1 Timoteo 6:16).
2)El nombre bíblico para este acto instantáneo de perdón es justificación (Romanos 3:21-28 ; Romanos 5:8,9; Filipenses 3:8,9; Tito 3:4-7).

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