viernes, 19 de septiembre de 2008

Ofensas necesarias e innecesarias.

Entre las grandes precauciones que es preciso tomar en nuestro tiempo a la hora de hablar, de escribir o de expresarse de cualquier forma, está la de no ofender a determinados colectivos. Sabido es el monumental enredo internacional que se produjo hace algún tiempo como resultado de la publicación en un periódico danés de unas viñetas que denostaban a Mahoma. Ningún cómico aparecerá hoy en televisión parodiando a un afeminado o a un homosexual (quién lo iba a decir, porque los cómicos se ríen hasta del Sursum Corda). Y sin trabajo se quedará también el guionista de televisión que se atreva a crear el personaje de mujer casada, ama de casa y satisfecha con lo que hace. Y es que nos está sucediendo lo mismo que a ciertas sociedades a las que nosotros denominamos primitivas, las cuales consideran que ciertas personas, objetos o palabras son tabú a causa de poseer un poder inherente por encima de lo ordinario. La trasgresión del tabú implica castigo, al haberse traspasado las normas que dan consistencia a un determinado orden social.
De manera que actualmente asistimos a la fabricación de todo un entramado ideológico cuyo propósito es la perpetuación de determinados conceptos elevados a la categoría de tabúes, no menos vigorosos que aquellos que encontrara el capitán Cook en sus viajes por las islas de Polinesia en el siglo XVIII. Estos tabúes tienen que ver especialmente con las nuevas ideas de hombre, mujer y sus identidades y roles en la vida y con el nuevo concepto del matrimonio y la familia. Promovidos por poderosos medios de comunicación e impulsados desde las esferas gubernamentales se quieren constituir en sagradas verdades intocables, muy parecidas a las de los antiguos polinesios, de forma que ¡ay! de quien se atreva a desafiarlas. El peso abrumador de la mayoría y la condenación social que lleva aparejada su trasgresión son motivos suficientes para que muchos se escondan y se callen. Claro que la fabricación de tabúes y el miedo a quebrantarlos se puede convertir en verdadera paranoia y llegar a extremos auténticamente surrealistas, pues me acabo de enterar que en el Reino Unido no debe usarse en clase la palabra blackboard (pizarra), toda vez que puede herir la sensibilidad de los alumnos negros. Ahora que lo pienso no sé qué harán en las islas Británicas a la hora de hablar de black holes (agujeros negros) en el espacio, de blackberrys (moras) en el campo, de black sheeps (ovejas negras) en las familias o de blackouts (desvanecimientos) en medicina. De esta obsesión no se salva ni la geografía, porque ¿a quién se le ocurrió denominar al mar que baña las costas meridionales de Ucrania y las septentrionales de Turquía con el nombre de Black Sea (Mar Negro)? ¡Ay, esta gramática traicionera que no entiende de pensamientos políticamente correctos! Por lo tanto, no ofender parece ser la consigna general a seguir si alguien quiere ser tenido en cuenta, o al menos sobrevivir en nuestra sociedad. Pero ¿qué es lo que debe hacer un cristiano? ¿Debe tomar todas las precauciones posibles y auto-censurarse para no ser piedra de tropiezo a los demás? ¿Debe amoldarse a las circunstancias y esperar a que lleguen tiempos más propicios para expresarse? ¿O debe por sistema llevar la contraria a todo y a todos? Me parece que la clave está en distinguir entre ofensas innecesarias y ofensas necesarias. Las primeras son el resultado de la provocación gratuita, de la falta de sabiduría, de la ignorancia o de la pura maldad. Pero existe una ofensa que es necesaria, si queremos ser fieles al evangelio. Porque el evangelio ofende y hay al menos cuatro grandes ámbitos en los que lo hace: - El evangelio ofende la justicia propia del ser humano. Ya que viene a cada uno señalándole en primer lugar su pecado. El evangelio es buena noticia porque tiene como trasfondo una mala: la justa condenación a causa de nuestros pecados. No importa si somos religiosos, agnósticos o ateos, primitivos o sofisticados, el diagnóstico es terminante: tú y yo somos pecadores. La ofensa consiste en que el ser humano se considera a sí mismo digno, bueno y merecedor de recompensa, pero el evangelio le considera indigno, malo y merecedor de castigo. - El evangelio ofende la sabiduría del ser humano. Ya que enseña que todos los caminos que el hombre ha fraguado, sus sistemas filosóficos, religiosos e ideológicos para reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás son necedad. Meras elucubraciones y simples imaginaciones del razonamiento humano, incapaces de procurar salvación. - El evangelio ofende el orgullo del ser humano. Porque enseña que la salvación es don de Dios. No nos la podemos ganar, no es una contraprestación que Dios nos da como respuesta a algo que nosotros le hemos dado a él. Es una ofensa, porque nos hace ver que aun nuestras mejores intenciones y disposiciones están manchadas y torcidas, mostrándonos que dejados a nuestro libre albedrío no somos más que esclavos del pecado. - El evangelio ofende el amor propio del ser humano. Porque enseña que nadie puede ser discípulo de Cristo si no se niega a sí mismo, toma su cruz y le sigue hasta las últimas consecuencias. Nos gusta una religión mediante la cual recibimos favores, prosperidad y ventajas a cambio de ciertas concesiones por nuestra parte. Lo que sea, siempre y cuando nosotros sigamos siendo los artífices y controladores de nuestra vida. Pero es una ofensa que se nos mande someternos incondicionalmente al Señorío de Jesucristo. ¡Cuidado con predicar un evangelio del cual hayamos extirpado la ofensa que le es inherente! No sea que por agradar a los hombres desagrademos a Dios al presentar un falso evangelio. La ofensa innecesaria es una afrenta a Dios y al prójimo; la ofensa necesaria es armonía con Dios y auténtico favor al prójimo. Lo que está en juego en nuestro tiempo es si los cristianos seremos capaces de mantenernos alejados de la ofensa innecesaria y a la vez si seremos capaces de anunciar la ofensa necesaria. Eso es, ni más ni menos, lo que se demanda de nosotros.
Wenceslao Calvo es conferenciante, predicador y pastor en una iglesia de Madrid.

No hay comentarios: