sábado, 29 de noviembre de 2008

El Arrepentimiento.

Número 3

Tema: EL ARREPENTIMIENTO


Preguntas por
P. Brown; Respuestas por H. P. Barker


A VECES, al buscar una definición correcta, se pierde el significado de la cosa. Me temo que esto es lo que sucede muchas veces con el «arrepentimiento».

Recuerdo mencionar la visita que hizo un predicador del evangelio a cierto hombre.

«Solo tengo un mensaje para usted,» le dijo, «y es que tiene que arrepentirse».

«¿Y qué es arrepentimiento?» preguntó su interlocutor.

«Bien,» respondió el predicador, «cuando piensa en su vida llena de culpas y en que inevitablemente ha de encontrarse con Dios en breve, si no sabe lo que es el arrepentimiento, ¡no se lo puedo explicar!»

Con todo, trataré de clarificar su significado. Resumiendo, este término significa un cambio de mente, pero se trata de un cambio de mente que afecta al ser moral del hombre hasta lo más profundo de su ser. Es un cambio de mente que le hace apartarse de sus pecados con repulsión, y que lo lleva a aborrecerse por haberlos cometido. Así, un pecador arrepentido se pone del lado de Dios y contra sí mismo.

Supongamos que alguien no haya cometido ningún pecado muy terrible, ¿hay alguna necesidad de arrepentimiento en su caso?

Antes de hablar de lo que sería adecuado para tal hombre, ¡encuéntrenlo! Lo cierto es que todos los pecados son terribles a los ojos de Dios, y que no hay una sola persona que no haya pecado. Por tanto, la necesidad de arrepentimiento es universal. Dios «ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hch. 17:30).

Supongo que difícilmente podríamos encontrar a alguien más libre de los más virulentos excesos de pecado que Job. Dios mismo dio testimonio de que «no hay otro como él en la tierra,» y de que era un «varón perfecto y recto» (esto es, en su conducta externa), «temeroso de Dios y apartado del mal».

Si se pudiera suponer de alguien que no necesitase arrepentimiento, desde luego que este era Job. Él podía decir de sí mismo con verdad: «Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos al ciego, y pies al cojo. A los menesterosos era padre» (Job 29:14-16).

¡Hombre amado, noble, bondadoso y caritativo! ¿Acaso necesitaba él arrepentirse? Dejemos que responda por sí mismo. Mientras se refería a su vida y carácter externos, podía con razón afirmar su preeminencia en bondad, pero cuando contempla su estado y condición ante Dios, oigamos sus palabras: «He aquí que yo soy vil. … mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 40:4; 42:5, 6).

A veces oímos del «arrepentimiento en el lecho de la muerte». ¿Qué se quiere decir con esta expresión?

Los hay que viven toda su vida descuidada y sin Cristo. Si se les apremia la importancia del bienestar de sus almas, dicen que ya considerarán el asunto «algún día», y con ello lo van postergando una y otra vez, y siguen con sus pecados y con sus placeres. Al final, cuando se encuentran al borde del sepulcro, se sienten alarmados y comienzan a clamar a Dios que tenga misericordia de ellos, y hacen profesión de fe en Cristo. Esto, supongo, es lo que se conoce como «arrepentimiento de lecho de muerte».

Pero los arrepentimientos de lecho de muerte son algo muy poco satisfactorio. Lejos de mí negar que uno, incluso en el ocaso de su vida, si de verdad se vuelve al Salvador y pone su confianza en Su preciosa sangre, encontrará misericordia. La gracia de Dios es infinita, y no me cabe ninguna duda de que muchos estarán en el cielo que fueron salvos en su lecho de muerte.

Pero en muchos casos ha habido personas que creían que estaban muriendo, que profesaron arrepentimiento, y que se han recuperado. Con la restauración de la salud vino de nuevo el amor al pecado. Sus impresiones se desvanecieron, su alarma se calmó, y su pretendido arrepentimiento resultó irreal, el mero resultado del terror al pensar en la muerte.

Es fácil ver cuán grande es la insensatez de dejar el arrepentimiento para la hora de la muerte. Incluso si uno puede tener un lecho de muerte (cosa en absoluto segura), ¿va a ser este el mejor momento para pensar en el alma, cuando el cuerpo está atormentado por el dolor y la mente enturbiada por el continuo sufrimiento?

Además, ¿no parece cosa muy mezquina dedicar los mejores años al servicio del pecado y del yo, y luego, cuando faltan las fuerzas y la vida se apaga, volverse a Dios porque uno ya no puede seguir en sus propios caminos?

¿Qué diferencia hay entre arrepentimiento y remordimiento?

En el remordimiento no hay un verdadero aborrecimiento por el pecado. Uno puede estar lleno de remordimiento por algo que ha hecho sin sentir demasiado dolor por el pecado mismo. En tal caso el alma se vuelve sobre sí misma en amargura. No se acude a Dios con juicio propio.

Judas se sintió lleno de remordimiento por su sórdida traición cuando contempló su terrible resultado. Pero no hubo un verdadero arrepentimiento, un apartarse del pecado y del yo para volverse a Dios. En la amargura de su alma, se fue y se colgó.

El alma verdaderamente arrepentida queda afectada por el amor y la bondad de Dios. No se hunde en la negrura de la desesperación, sino que se da cuenta de que, a pesar de su terrible pecado y corrupción, tiene que aferrarse a Cristo. Lo mismo que Pedro en Lucas 5, el pecador verdaderamente arrepentido se da cuenta de su indignidad de que el Salvador se fije en él, y exclama, «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador», y sin embargo, al mismo tiempo se arroja a los pies de Jesús.

¿Cómo puede uno saber que se ha arrepentido lo suficiente?

Tengo la fundada sospecha de que cualquiera que haga esta pregunta está haciendo un Salvador del arrepentimiento. Quizá el tal crea que la sinceridad de su arrepentimiento inducirá a Dios a mostrarle Su gracia. Ahora bien, se debe recalcar una y otra vez que cuando Dios bendice a un pecador, ello no se debe a la profundidad del arrepentimiento del pecador, ni a la intensidad de su fe, sino a la obra expiatoria de Cristo en la cruz.

El arrepentimiento nunca es tan profundo como debiera, pero si un pecador arrepentido se vuelve del yo a Cristo, entonces su arrepentimiento ha tomado la buena dirección. No tiene que ocuparse ya más con ello, sino que encontrará la paz y la bendición al confiarse a Cristo, y al descansar en Su obra consumada para salvación.

Si Dios no quiere que nadie se pierda, sino que todos vengan al arrepentimiento, ¿por qué permite que muchos mueran sin arrepentimiento?

Dios nunca fuerza Sus bendiciones sobre los hombres, ni los trata como meras máquinas. Él sacia el «alma sedienta». La oferta de salvación del evangelio se da a todos, y a todos se manda que se arrepientan. Pero si alguien cierra los oídos voluntariosamente, y da la espalda a la misericordia de Dios, no podrá culpar a nadie más que a él mismo si perece miserablemente en sus pecados. Todo lo que el amor divino podía dar le ha sido dado libremente; todo lo que la justicia divina demandaba ha sido aportado gratuitamente; todo lo que se debía hacer ha sido cumplido plenamente. ¿Qué más puede esperar el hombre?

¿Qué buscaría en una persona que diga que se ha arrepentido?

Esperaría de tal persona que «dé frutos dignos de arrepentimiento». Es inútil que nadie diga que se arrepiente de sus pecados mientras persiste en los mismos. Un hombre verdaderamente arrepentido no solo confiesa sus pecados, sino que los abandona (Pr. 28:13).

Entre otras señales de verdadero arrepentimiento observaremos una buena disposición a hacer restitución a cualquiera que haya sido perjudicado.

Vemos esto en el caso de Onésimo. Onésimo había perjudicado a su amo, Filemón, al huir. Después de su conversión trata de hacer restitución, hasta donde pueda, volviendo inmediatamente a su amo. En Zaqueo tenemos otro ejemplo de esto. Cuando el Señor Jesús respondió con tanta gracia a su deseo de verle, y llevó la salvación a su casa, Zaqueo dijo: «si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado» (Lc. 19:8). Este es un caso de dar frutos dignos de arrepentimiento.

¿Hay alguien a quien hayas perjudicado? ¿Alguien a quien hayas defraudado durante muchos años con prácticas astutas, y que nunca te haya descubierto? ¿Alguien a quien hayas perjudicado con tu lengua, a quien hayas hecho daño mediante calumnia y maledicencia? ¿Existe tal persona? Entonces, no me digas que te has arrepentido hasta que estés dispuesto a hacer lo que esté en tu mano para hacer restitución.

Una señora que se convirtió en una de nuestras reuniones en la carpa había sido dependienta, en sus años jóvenes, en una tienda de tejidos. Se había comprado un sombrero nuevo, y necesitaba de una cinta para adornarlo. Como no tenía dinero para ello, se sintió tentada a sustraer como un metro de dicha cinta de la tienda de su patrón. Nadie se enteró; nunca echaron en falta la cinta.

Cuando aquella dama se convirtió, recordó aquella circunstancia. Tomando la pluma, escribió a la encargada de la tienda en este sentido:

«QUERIDA––––––,––– Mientras trabajaba de dependienta en la tienda del Sr. D. –––, siento decir que sustraje un metro de cinta rosa por un valor de –––. Ahora soy cristiana, por la gracia de Dios, por lo que incluyo esta cantidad en sellos de correo, y le ruego que acepte mi expresión de sincero pesar.»

Esta es la clase de actitud que esperamos ver en cualquiera que profese arrepentimiento.

Si alguien dice: «Quisiera arrepentirme, pero siento mi corazón sumamente duro, y no me duelo por mis pecados tanto como debiera», ¿cómo le respondería?

Le diría que es bueno saber que siente tanto la dureza de su corazón, y que se duele tanto por no dolerse como debiera. ¡Cuántas veces nos encontramos con personas en este estado, sintiéndolo porque no lo sienten más, doliéndose porque no se duelen más! Pero lo que encontramos en el fondo de todo esto es ocupación con el yo. Ahora bien, el Salvador nunca ha rechazado a un pecador porque sus sentimientos acerca del pecado no fuesen suficientemente intensos. Y tampoco un pecador ha sido recibido y salvado porque su corazón estuviera suficientemente ablandado y su dolor fuera sincero.

Si hay alguno agitado porque su corazón es tan duro, le diría, «la dureza de tu corazón es otra razón por la que debieras ir a Jesús en el acto. Él puede ablandarlo». Si tal persona protesta que su dolor por el pecado no es suficientemente intenso, le diría, «Mayor razón para que no pierdas el tiempo en acudir al Salvador. Confía en Él, piensa en Su amor hasta la muerte por ti en aquella cruz, y si esto no te hace doler por tus pecados, tampoco lo conseguirá ningún ensimismamiento en tu propia condición».

Cuando el carcelero de Filipos preguntó: «¿Qué debo hacer para ser salvo?», ¿por qué Pablo y Silas no le dijeron nada sobre que debía arrepentirse?

Porque el que hizo esta pregunta era un pecador arrepentido. Observemos el cambio que había tenido lugar en aquel hombre en el lapso de unas pocas horas. De un hombre brutal y endurecido se había transformado en un indagador ansioso en pos de la salvación. ¿A qué se debía esta diferencia? Indudablemente, al terror. Pero había otra influencia operando, que parece haber tocado su corazón y producido una medida de arrepentimiento. ¿Qué influencia era esta? La bondad de Dios.

Cuando, en su desesperación, el carcelero estaba a punto de quitarse la vida, una fuerte voz llegó a sus oídos: «No te hagas ningún mal». Aquellas palabras le revelaron que había alguien que se preocupaba por él. El cuidado y la solicitud que Pablo y Silas mostraron por su cruel carcelero eran el eco del interés y amor del mismo Dios. Esto fue una revelación de la bondad de Dios hacia el alma de aquel hombre, y lo quebrantó e hizo brotar de sus labios el clamor de un pecador arrepentido: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» El arrepentimiento ya estaba allí; todo lo que necesitaba entonces era que le señalasen al Señor Jesucristo como Aquel en quien podía confiar para salvación.

Si alguien muere no arrepentido, ¿habrá alguna posibilidad de que se arrepienta después de la muerte?

Es la bondad de Dios la que lleva al arrepentimiento (Ro. 2:4). Cuando alguien muere en sus pecados, sale para siempre de la esfera en la que está activa la bondad de Dios. Puede haber remordimiento en la región de los perdidos, pero no arrepentimiento. Al contrario, el lloro y la lamentación van acompañados de «crujir de dientes», cosa muy diferente del arrepentimiento. No hay nada en el infierno para cambiar el corazón del hombre. La Escritura muestra claramente que «ahora es el día de salvación». Es en esta vida que quedan fijados nuestros destinos eternos.

En Lucas 16 se nos muestra que el rico en el infierno desea que sus hermanos sean advertidos. Dice él: «si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán». Pero nunca dice nada como «me arrepentiré». Los perdidos en el infierno se dan cuenta de que su oportunidad para arrepentirse se ha desvanecido para siempre.

Usted dice que es la bondad de Dios la que guía a los hombres al arrepentimiento. Pero, ¿nunca se induce a los hombres al arrepentimiento mediante el temor?

No me cabe ninguna duda de que el temor al juicio venidero ha sido el medio para despertar a muchos. Algunos de los siervos más ricamente bendecidos de Dios han visto a cientos volverse hacia Él mientras sacudían a sus oyentes con el tema del infierno. Diferentes personas quedan afectadas de diferentes formas. Algunos pueden ser atraídos con gentileza, otros tienen que ser empujados. Mientras que en el caso de algunos la «voz apacible y delicada» tiene más peso, otros son más movidos por el retumbar del trueno y el estallido de la tempestad. Algunos corazones se funden bajo la dulce historia del amor de Dios; otros quedan quebrantados bajo la terrible advertencia de la muerte y del juicio. Los siervos del Señor han de tratar con los hombres de manera distinta, y tienen que mantenerse siempre en estrecho contacto con su Señor para saber cómo hablar. Pero la bondad de Dios se ve tanto en los mensajes de advertencia como en los mensajes de la gracia. Es Su misericordia la que advierte. Así que siempre es cierto que la bondad de Dios guía al arrepentimiento.

¿Qué significa la Escritura en 2 Corintios 7, que dice que «la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación»?

El arrepentimiento y la salvación a la que se hace referencia aquí son el arrepentimiento y la salvación de los cristianos. Los creyentes en Corinto habían errado gravemente, y el apóstol Pablo les había escrito una carta con una fiel reprensión. Dicha carta (la Primera Epístola a los Corintios) había producido el efecto deseado. Un dolor según Dios había sustituido la desvergonzada jactancia en el mal, y este dolor por sus pecados había inducido al arrepentimiento llevando a los creyentes de Corinto a volverse de su curso de maldad y a apartarse del mal que antes habían permitido. Arrepintiéndose así, fueron salvados de seguir yendo cuesta abajo hacia el apagamiento. De este modo, se obró el «arrepentimiento para salvación» mediante su tristeza según Dios. Esto muestra que cuando un creyente peca, su arrepentimiento debería ser tan real y tan práctico como el que se espera del arrepentimiento del pecador al principio. Es bueno desear estar apartados del mal, y ser guardados de contristar al Espíritu Santo, para que se pueda decir de nosotros, como de los Corintios: «Esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto» (2 Co. 7:11).


Doce Diálogos Bíblicos -

Harold P. Barker y otros.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
© Copyright 2005, SEDIN - todos los derechos reservados.

SEDIN-Servicio Evangélico
Apartado 126
17244 Cassà de la Selva
(Girona) ESPAÑA
Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Sobre personas y cerdos.

Había una vez una pequeña ciudad llamada Gadara, que era muy, muy pequeña. Gadara quedaba en la frontera entre dos países. Sólo había que cruzar la calle y del otro lado ya se hablaba una lengua extraña y se comía otro tipo de alimentos. La circulación de personas en esa frontera facilitaba no solo el intercambio comercial, las relaciones entre los habitantes se desarrollaban cordialmente; los niños de los dos países crecían bilingües, pero además transculturales.

Un bello día, Jesús de Nazaret decidió visitar esa aldea olvidada. Subió a un barco y viajó el día entero para cruzar el lago que lo separaba del lugar donde vivía. Después de arribar a Gadara, un lunático, poseso por una legión de espíritus malignos, vino a su encuentro.

El estado de este ciudadano anónimo era lamentable. Inmundo, vivía en tenebrosos cementerios. Nunca se supo acerca de sus familiares, sus traumas y heridas de la adolescencia o de sus perversiones morales. ¿Cómo llegó a corromperse tanto? Nadie sabía, y todos se conformaban con su decadencia.

Se divulgaron versiones de su fuerza descomunal. Algunas veces, estando encadenado, se soltaba y resurgía para aterrorizar a los niños que, seguramente, volvían a contar y agrandar la historia del “monstruo de los sepulcros”. Durante la noche se escuchaban sus gritos.

El gadareno quería ser libre; buscaba recuperar su vida, pero no lograba encontrarla. En la desesperación por arrancar de dentro del alma tanta degradación, desarrolló manías autodestructivas. Por la mañana, era común verlo mutilado por los cortes hechos con piedras.

Jesús dialogó con los demonios que lo poseían. En esa corta conversación, y para dejar al loco en paz, la legión de demonios tuvo de Cristo el permiso para poseer una manada de cerdos que pacían a la redonda. Cuando los demonios entraron en los cerdos, ellos se desesperaron y se precipitaron en un abismo.

Se cuenta que los que cuidaban a los cerdos huyeron. Al contar estos hechos en la ciudad, el pueblo fue a ver lo que había sucedido. La sorpresa fue absoluta. Todos fueron testigos, el hombre que había sido cautivo por una legión de demonios ahora estaba sentado, vestido y en perfecto juicio.

La noticia corrió, y cuando los curiosos relataron lo que había sucedido al gadareno y a los cerdos, el pueblo de la ciudad se reunió para expulsar a Jesús de allí. No hubo caso, el Nazareno se vio obligado a retirarse del territorio.

¡Que extraño! Mientras un ser humano era destruido por fuerzas satánicas, nadie tomó ninguna previsión para rescatarlo. El Club de Leones no movilizó a los empresarios ricos para ayudar; sacerdotes, pastores y rabinos serenaron a sus congregaciones con buenas explicaciones teológicas; los políticos prometieron acciones concretas para el próximo año fiscal; ninguna ONG se formó para disminuir su sufrimiento. El pobre mendigo seguía preso, esclavizado a fuerzas mayores que él.

En el momento en que se constató el perjuicio financiero, se hizo necesaria la expulsión de Jesús. Él amenazaba el equilibrio económico de la región: “our life style cannot be theatened”, repetían.

Sin embargo, antes de partir, Jesús dejó una lección de moral a aquella comunidad judía (que desde su formación tenía prohibido el tocar, criar o comercializar cerdos): “¡que vergüenza, ustedes aprendieron a amar un cerdo más de lo que aman a una persona!”.

Gadara es la metáfora del mundo. Las naciones siguen amando a los cerdos más de lo que aman a mujeres y hombres.

Lógico, un caballo de raza vale más que un niño liberiano. Un anciano palestino no tiene la misma importancia que un caniche de Texas. No hay dudas: las vacas lecheras inglesas son protegidas con más denuedo que las niñas usadas para el tráfico internacional de la pedofilia.

Mientras los religiosos vociferas sus sermones más entusiastas, mientras los políticos alternan debates sobre el futuro de la humanidad, mientras los banqueros multiplican sus lucros, muchos pobres necesitan ser restituidos a la vida y recuperar su dignidad para poder abrazar a sus familiares.

La historia continúa y Jesús de Nazaret sigue siendo un estorbo. Mientras él considera que un alma vale más que el mundo entero, las naciones mantienen esa extraña predilección por los cerdos. por Ricardo Gondim

Soli Deo Gloria.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Otro Dios II

Ha llegado mi turno de decir “Dios murió, ustedes mataron a Dios”. Conozco los riesgos. Dicen que gato escaldado de agua fría huye. Pero algunos gatos no se dan por vencidos. A propósito, dicen también que los gatos tienen siete vidas. Como sea.

Todo bien, me puedo moderar un poco, respetando a las personas que me quieren y se preocupan por mí. Temen que me comprometa en luchas quijotescas. Temen las represalias que pueda sufrir. Y, en realidad, temen que yo pierda el juicio y la fe. En ese caso, doy un paso atrás y digo que un dios murió en mí. Y nació otro, que me sedujo con amor eterno. Por Él me enamoré.

El dios que murió fue exaltado en la subcultura de la religiosidad evangélica brasileña. Básicamente, era un dios que:

1. vivía de guardia para librarme de cualquier tragedia, evitar mis sufrimientos, y abreviar las situaciones que me trajeran incomodidad;
2. prometía satisfacer no sólo mis necesidades, sino también mis deseos;
3. estaba obligado a favorecerme en todas mis demandas contra los paganos;
4. compensaba mi irresponsabilidad e ignorancia a cambio de mi fe;
5. manipulaba todas las circunstancias de la vida, como un tapicero que corta los hilos y sólo nos deja ver el reverso del tapiz para revelarnos el bello paisaje al final del proceso, capaz de fascinar a todos aquellos que miran del lado correcto.

En fin, murió en mí aquel dios semejante a la figura idealizada de un superpadre, que hizo que hombre como Freud, Nietzsche y Sartre despreciaran la religión.

Ese dios murió porque demostró ser falso. Significa que, o de hecho no existía, o había sido descrito de manera equivocada, pues uno no necesita ser muy sagaz para darse cuenta que:

1. el justo sufre,
2. el justo convive con frustraciones,
3. los malos prosperan,
4. Dios no hace lo que compete hacer a los seres humanos, y
5. no es posible concebir que Dios haya decidido en la eternidad que una muchacha, misionera, sería violada en una esquina de San Pablo para cumplir un propósito divino, pues en ese caso el violador estaría exento de responsabilidad.

No es sensata la creencia en un dios que pone a sus fieles dentro de una burbuja protectora para librarles de toda suerte de dificultades y posibilidades de dolores. La Santa Biblia atestigua que todos los hombres que fueron íntimos de Dios y cumplieron tareas designadas por Él sufrieron, incluso más que aquellos que le dieron a Dios la espalda. Eso llevó a Santa Teresa de Ávila a decir: “Si el Señor trata así a sus amigos, no es de extrañar que tenga tantos enemigos”. Tampoco tiene sentido el relacionarse con Dios motivado por el interés de sus bendiciones y galardones, pues eso hace que Dios deje de ser un fin en sí mismo y pase a ser un medio de prosperidad, o sea, pasa a ser un ídolo al servicio de los fieles. Igualmente incoherente es creer que la fe es suficiente para el éxito, pues nadie pasa el examen de ingreso a la universidad “por la fe”. Finalmente, no es prudente creer que Dios es el factor causal de todo lo que sucede en el mundo, pues en ese caso Dios estaría detrás de todo acto de maldad, incitando al malvado, de modo que nadie sería responsable de sus actos.

Ese dicho “Dios tiene un plan para cada criatura” es incoherente con la fe cristiana, pues seres creados a imagen y semejanza de Dios no pueden ser privados de libertad. O los seres humanos son responsables por sus destinos, o no pueden ser juzgados moralmente.

Ese dios murió. Pero su muerte hizo resonar una pregunta en el ambiente: ¿Dios tiene un trato especial para los nacidos de nuevo? O sea, en relación a los no cristianos, ¿los cristianos son tratados de manera distinta por su Dios? Mi respuesta es sí y no.

Sí, porque, por definición, aquellos que se relacionan de manera consciente y voluntaria con Dios disfrutan de posibilidades que sobrepasan los horizontes de vida de aquellos que viven como si Dios no existiera. La pregunta en relación al cuidado especial de Dios no se refiere al favoritismo o la acepción de personas, sino de algo inherente a lo relacional. Algo así como preguntar si una madre trata distinto a sus hijos en relación a otros niños. Es obvio que sí, pues están bajo su cuidado y bajo su autoridad. Pero, en teoría, una mujer que vive la experiencia de la maternidad trata a todos los niños con el mismo sentido de justicia y de compasión. Y es, justamente, en ese sentido que Dios no hace ninguna distinción entre quienes lo reconocen y quienes lo rechazan: Dios hace salir el sol sobre justos e injustos.

Pero entonces, ¿cuál fue el Dios que nació para ocupar el lugar del dios que murió? O si se prefiere, para hacerlo más práctico, ¿qué puedo esperar de Dios?

1. Siendo cristiano, percibo la vida con otros ojos. Experimenté la metanoia, aquello que le llaman arrepentimiento, pero que creo es una expansión de la consciencia (del griego meta = más allá, y nous = mente). Vivo bajo valores, imperativos, prioridades y propósitos definidos. Conocer a Dios me hace andar en la luz, en la verdad, libre de pesos, culpas y máscaras, con la consciencia y las intenciones tan puras como las que un ser humano imperfecto puede tener, y eso es suficiente para que mi vida de un salto cualitativo inmensurable.

2. Recibo el auxilio de Dios en mi “hombre interior”, pues siendo verdad que “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” aprendo a vivir con contentamiento en cualquier situación. Las promesas de Dios a los suyos no se refieren al confort circunstancial o a la prosperidad aquí y ahora, sino que afectan la interioridad humana, por ejemplo, con paz que excede todo conocimiento y gozo completo. Más que eso, la intimidad con Dios no hace mi vida más fácil, sino que me hace más humano, más maduro, más capaz de amar con lucidez para escoger las cosas más excelentes, más capaz de enfrentar con dignidad toda situación.

3. Estoy integrado a una comunidad de cristianos que me bendice en la dinámica de la cooperación. El socorro de Dios para mi vida llega a través de las manos de mis hermanos. Son mis hermanos los que me hablan las palabras de Dios, comparten conmigo su pan, andan a mi lado en el valle de sombra de muerte. Experimento la presencia de Dios en la comunión con los hijos de Dios, viendo a Dios en el rostro de mis hermanos.

4. Tengo mi consciencia y sensibilidad despiertas al sufrimiento de la raza humana y la agonía del cosmos que sufre sus dolores, de manera que pueda recibir un poco del amor y de la compasión del corazón de Dios en mi propio corazón, y acepto la utopía del cielo nuevo y de la tierra nueva no como sueños irrealizables sino como promesa que motiva la acción cada vez que soy interpelado por Dios, que me habla desde el clamor de los oprimidos.

5. Vivo bajo la mirada amorosa, poderosa y justa de Dios, que interfiere en mi vida a la luz de su economía eterna, a su criterio, y ese es el misterio de la gracia, que no depende de los méritos de los beneficiados. Descanso en el hecho de que, a pesar de Dios no ser el factor causal de todo lo que me sucede, no hay cosas que puedan acontecerme que estén fuera de su conocimiento, control y cuidado. Me es suficiente creer que cada vez que Dios opta por dejar que la vida siga su curso normal (y generalmente es eso lo que Dios hace) nada puede separarme de su amor, que es en Cristo Jesús mi Salvador.

En síntesis, murió el dios que hacía de mí un niño consentido, que lloraba cada desencuentro con la vida. Recibí la revelación del Dios que me invita a crecer, para que Él pueda recibirme como su cooperador, su amigo, alguien con quien Él no tiene secretos, y que encuentra la felicidad no en la vida confortable, sino en la vida digna. Con la muerte de un dios, murió también una espiritualidad. Y nació otra, marcada por la gracia, por la fe y por la resistencia.por Ed René Kivitz

Otro Dios - I

¿Por qué “otro Dios”? Para responder, necesito hacer una confesión: me gusta leer a Marx (1818 – 1883), Nietzsche (1844 – 1900), Freud (1856 – 1939), Sastre (1905 – 1980), y otros por el estilo.

Me gustan porque son pasionales, o mejor, prefiero decir viscerales y honestos, por lo menos en lo que escribieron. Me gustan porque sus preguntas dejan a los religiosos, como yo por ejemplo, contra la pared.

Me gustan porque sus preguntas no tienen nada que ver con Dios. Tienen que ver totalmente con los religiosos, o si tú prefieres, con la idea religiosa de Dios, aquello a lo que Saramago llamó “factor Dios” (la manera en como Dios es percibido, creído, tratado por los que creen).

La religión, en el sentido del “factor Dios”, de hecho, es un escondrijo para gente alienada, cobarde e infantil. No son pocos los que se apegan al “factor Dios’ en busca de consuelo para su infelicidad existencial y sobreviven del sueño del paraíso post mortem, entregando la historia a los oportunistas.

Muchas personas buscan en Dios al padre que nunca tuvieron o que quisieran haber tenido, quiero decir, aquel protector y proveedor incondicional a quien correr cuando la vida se pone de cuadritos. Hay otros que se amparan en Dios huyendo exactamente de la posibilidad de encarar los problemas de la vida, en rechazo a asumir la responsabilidad de escribir una biografía digna, entregando todo a los designios determinados por el cielo, la famosa voluntad de Dios.

¿Por qué “otro Dios”? Porque un Dios que genera alienados, infantiles y cobardes no es Dios, es un dios. Un Dios “de lomos anchos”, como dice mi madre, responsabilizado de todas las heridas de la vida, demandado a solucionar rápidamente la incomodidad de sus fieles, no es Dios, sino un dios, un ídolo.

Pero hay algo peor que ser un alienado, infantil y cobarde. Dicen que poca gente hace tanto mal como los estúpidos reclutas, los idiotas trabajadores. Cuando el sujeto es un idiota perezoso, pasivo, causa poco daño. Pero cuando el sujeto es dedicado, comprometido, voluntarioso, entonces el estrago es grande.

Ellos desembocan en el fundamentalismo, promueven los sectarismos, abusan de su pseudoautoridad, manipulan a la gente piadosa, usan la religión en beneficio propio, instrumentalizan el nombre de Dios, y transforman lo que sería esperanza en nihilismo y cinismo. Estos tales sirvieron para que Nietzsche justificara su angustia: “Si más redimidos parecieran redimidos, más fácil me sería creer en el redentor”.por Ed René Kivitz

viernes, 7 de noviembre de 2008

Entre la cruz y la horca.

Saludos amados,gracia y paz.Creo sin temor a equivocarme que esta meditacion del pastor Ricardo Gondim es una de las cosa mas buenas y crudas que he leido,me ha pegado muy duro...estoy sin palabras...


Durante tres años elegí el evangelio de Lucas como la base para mis predicaciones dominicales. Cuando finalmente llegué al relato del Gólgota, por algún motivo me sentí constreñido; me consideraba indigno de pisar, por medio de la narración, aquel suelo sagrado.

El escenario de la cruz, aún con toda la carga teológica ya construida a su alrededor (e incluso con la explotación hollywoodense), todavía es uno de los más potentes de la historia de la humanidad.

Jesús, también llamado Hijo del Hombre, fue asesinado sin ningún motivo por una inclemente elite religiosa que supo negociar con poderes imperiales y logró inflamar una pequeña turba.

Él no representaba una amenaza para nadie (descontando su vocación para que las personas viviesen con valores dignos y bellos, que él afirmaba era la llegada del Reino de Dios).

Luego de pasar por una tortura cruel, Jesús fue crucificado al mediodía. Lucas cuenta que “hubo tinieblas” desde aquella hora hasta las tres de la tarde. La súbita oscuridad significaba mucho más que un coincidente o providencial fenómeno de la naturaleza.

Era la “señal del cielo” que los fariseos tanto pedían. Pero, al contrario de lo que imaginaban, la manifestación sobrenatural no autenticaba cosa alguna.

Dios tan solamente se rehusaba a hacer brillar su luz sobre tamaña sordidez. Era la señal para que las generaciones futuras aprendieran que el Padre del Unigénito de Dios no pactaría con la perversidad.

Sí, existen maldades que convocan a la propia naturaleza a nunca más ser verde, a las nubes a nunca más ser blancas, al sol a nunca más brillar.

Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz, fue un judío huérfano sobreviviente de un campo de concentración nazi. Cuando escribió su biografía, sólo consintió publicarla después de un silencio de más de diez años; Wiesel no quería apresurarse a comentar sobre la inhumanidad del genocidio nazi.

En “Night” (La Noche), Wiesel cuenta, con una intensidad vívida y reflexiva, su sufrimiento, trabajo, angustia y crisis de fe en el campo de concentración.

La historia de la ejecución de tres personas sospechosas de resistencia (dos adultos y un niño) es el relato más doloroso:
Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.

-¡Viva la libertad! -gritaron los dos adultos.
El pequeño estaba en silencio.

-“¿Dónde está el buen Dios, dónde?”- preguntó alguien detrás de mí.

A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre todo el campo. El sol se ponía en el horizonte.

Después comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Sus lenguas colgaban hinchadas, azuladas. Pero la tercera soga no estaba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún...

Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarle bien de frente.

Cuando pasé frente a él todavía estaba vivo. Su lengua seguía roja, y su mirada no se había apagado.

Escuché al mismo hombre detrás de mí:
-“¿Dónde está Dios?”-

Y en mi interior escuche una voz que respondía:
"¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca..."

Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver.

No entiendo qué me motivó a escribir sobre estos dos eventos tan crudos, el Calvario y Birkenau.

Debe ser porque leí sobre nueve recién nacidos muertos en un hospital público de Sergipe. No sé, aún no asimilé del todo la noticia de los doscientos que murieron en el desastre aéreo de San Pablo. Quizá aún no me acostumbré al suicidio de indígenas del Amazonas.

Quién sabe, creo que esta noche mi sopa también va a tener gusto a cadáver.

Soli Deo Gloria.

Religión y alucinación.

Gloria a Dios de que este hermano sabe lo que esta hablando,sabe!,o digame alguien que no al leer esto!.
Me dan mucha pena los crédulos. He llegado a llorar por mujeres y hombres ingenuos, los de semblante triste que abarrotan magnificas catedrales a la espera de promesas que nunca se cumplirán. Soy consciente que no tendría éxito si intentara convencerles que han caído en una trampa. La gran mayoría inconscientemente repite la lógica siniestra del “engáñame que me gusta”.

Si pudiera, les diría a todos que no existe el mundo protegido de los sermones. Sólo en “Alicia y el país de las maravillas” es posible vivir sin peligros de accidentes, sin posibilidades de frustración, sin contingencias y sin riesgos.

Si pudiera, diría que no es verdad que “todo va a salir bien”. Para muchos (incluso cristianos) la vida no ha salido bien. Algunos perecieron en campos de concentración, otros nunca salieron de la miseria. Mujeres han visto a sus esposos agonizar bajo torturas. Padres han sufrido en cementerios debido a la partida prematura de sus hijos. Si pudiera, advertiría a los ingenuos que varios hijos de Dios murieron sin nunca ver cumplida la promesa.

Si pudiera, diría que sólo en los delirios mesiánicos de los falsos sacerdotes suceden milagros a borbotones. La regularidad de la vida requiere realismo. Los tetrapléjicos van a tener que esperar por los milagros de la medicina –quien sabe, algún día, los experimentos con células madre logren regenerar los tejidos dañados-. Los niños con síndrome de Down merecen ser amados sin la presión de “tener que ser sanados”. Los amputados no deben esperar a que los miembros crezcan nuevamente, sino que la cibernética invente prótesis más eficientes.

Si pudiera, diría que sólo los oportunistas con menos escrúpulos prometen riqueza en nombre de Dios. En un país que remunera el capital por encima del trabajo, los torneros, los choferes, los cocineros, las enfermeras, los albañiles, los maestros, van a tener dificultad para pagar una canasta familiar básica. Miente quien reduce la religión a un proceso mágico que garantiza el ascenso social.

Si pudiera, diría que no todo tiene un propósito. Denunciaría la muerte de bebés en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital público como pecado; por lo tanto, contrario a la voluntad de Dios. No permitiría que los teólogos cargaran a la cuenta de la Providencia el río que se transformó en cloaca, el bosque incendiado y las favelas que se acumulan en la periferia de las grandes ciudades. Jamás dejaría que se intentara explicar el accidente automovilístico causado por un borracho como suceso de la “voluntad permisiva de Dios”.

Si pudiera, pediría a las personas que intentaran vivir una espiritualidad menos alucinada y más “con los pies sobre la tierra”. Diría: de nada sirve disfrazar la realidad del mundo con deseos utópicos. De la misma manera en que un etíope no cambia el color de su piel, no se altera la realidad cerrando los ojos y esperando un paraíso de delicias.

Soy consciente que no seré oído por la gran mayoría. Debo seguir escribiendo, hablando… puede ser que unos pocos presten atención. por Ricardo Gondim

Soli Deo Gloria.

Oración como poder.

Gracia y paz amados en Cristo.Este escrito de Ricardo Gondim me resulto muy interesante y quise que tambien ustedes tuvieran acceso a el.
Acabo de ver la cadena de televisión estadounidense MSNBC. Estupefacto, escucho que el psicólogo-pedagogo James Dobson, un líder ultraconservador de la derecha evangélica, convocó una reunión de oración para pedir que un temporal estropeara el discurso de Barack Obama (el tiro le salió por la culata, pues un huracán casi termina con la convención de los republicanos).

La neopentecostal Valnice Milhomens, precursora de la teología de la prosperidad en Brasil, afirmó que Fernando Collor de Melo fue producto de la oración “en el seno de los evangélicos”. Según ella, cuando Collor enfrentó a Lula da Silva, los creyentes le dieron la victoria.

Max Lucado fue el eco de la enorme mayoría evangélica que apoyó la invasión a Irak. En un “desayuno de oración” con George W. Bush, pastores de varias denominaciones bendijeron las tropas que avanzaban con tanques y aviones, lanzando misiles “inteligentes”. Millares murieron y los púlpitos se mancharon de sangre. ¿Cómo hacen algunos de ellos para volver a citar: “Bienaventurados los pacificadores porque serán llamados hijos de Dios”?

Edir Macedo sugirió que Lula, su actual correligionario, era una encarnación de Satanás. Según el obispo, el diablo sería un ángel “barbudo, sin un dedo y con el frenillo lingual corto”.

¿Cuál es la correlación entre los hechos? Es simple: ávidos de poder, hombres y mujeres utilizan la religión para legitimar sus ambiciones. Hasta pierden el temor de quebrantar el tercer mandamiento: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”.

La lógica sería la siguiente: “nosotros somos los escogidos de Dios, por lo tanto podemos acceder a su poder y combatir a quien juzguemos como enemigo”. Si el presidente es cristiano y sabe orar, no existe la mínima posibilidad de errar o de reproducir una política belicista, imperialista. “The President” cumple con los propósitos eternos del Señor. Si sucedieran muertes: “Dios las necesita para cumplir con su agenda”.

¡Basta! Discursos semejantes justificaron la carnicería de Moctezuma. La rapiña española en Latinoamérica que exterminó naciones era “necesaria para terminar con la idolatría pagana”. Para establecer de manera correcta la civilización cristiana, los negros agonizaron en el sótano de barcos inmundos; muchos pasaron por la vida como animales encadenados. Y todas las carabelas partieron de la península Ibérica con misas y bendiciones oficiales del Papa –todo para la “gloria de Dios”-.

Me encontraba participando de una reunión evangélica en Atlanta, Georgia, cuando Bill Clinton ganó la elección. En ese mismo momento, escuchaba al pensador indio radicado en Estados Unidos, Ravi Zacharias. Él predijo con mucha vehemencia que la permisividad moral del nuevo presidente llevaría a la nación a la bancarrota. Zacharias fracasó en su pronóstico. Clinton produjo excelentes resultados para su país e incluso logró la reelección.

Sigo siendo cristiano porque reconozco que Dios no se deja manipular por ruegos tan perversos e inconsecuentes, de lo contrario tendría terror de algunas oraciones que ya se han hecho en mi contra –parecidas a las de James Dobson-.

Soli Deo Gloria. .

La Conversion.

Número 2

Tema: LA CONVERSIÓN


Preguntas por
C. A. Miller; Respuestas por H. P. Barker


CADA amo de casa de esta ciudad afirma su derecho de decidir quién va a entrar en su casa y quien no. Ahora bien, el derecho que demandamos para nosotros debemos seguramente reconocérselo al Señor Jesucristo. En Mateo 18:3 Él nos dice claramente que algunos no entrarán en Su reino. Excepto que uno se convierta, es inútil que espere tal cosa. Leemos: «si no os convirtiereis, y fuereis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (SEV).

Esto nos muestra la inmensa importancia de la conversión. Haremos bien en dedicar una sesión esta noche a este tema. Aparte de la conversión, no puede haber bendición, goce verdadero ni cielo para nadie.

¿Puede explicarnos lo que se quiere decir por Conversión?

No podemos hacer nada mejor que acudir a la Escritura para recibir la respuesta. Miremos primero en 1 Corintios 6. Después de mencionar muchos terribles vicios predominantes entre los paganos, el apóstol dice, en el versículo 11: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados». Esto es una hermosa definición de la conversión. Pasemos ahora a Efesios 2:13: «Ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.» Esto es como el apóstol lo expone a los creyentes en Éfeso. Luego miremos 1 Pedro 2:25: «Vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas.» Todos estos pasajes muestran con mucha claridad lo que es la conversión, pero no se de ninguno que lo exprese de manera más hermosa que otro versículo en el mismo capítulo en 1 Pedro, versículo 9, «os llamó de las tinieblas a su luz admirable».

Estos pasajes de las Escrituras dejan bien claro que la conversión es un cambio vital y radical que afecta al alma—un traslado desde las tinieblas, el peligro y la distancia a la luz, la salvación y la proximidad con Dios.

La otra noche tuve ocasión de ir a mi dormitorio para cambiarme el abrigo. Era oscuro, pero como sabía donde colgaba el otro abrigo, pude hacer el cambio sin necesidad de luz. Así se logró realizar un cambio externo. Dejé el abrigo viejo para ponerme el nuevo, ¡pero todo este tiempo permanecí en las tinieblas! Algo parecido sucede a menudo en la historia de los hombres. Reciben impresiones religiosas, abandonan sus malas compañías, dejan hábitos pecaminosos y hacen esfuerzos por vivir de mejor manera. En lugar de frecuentar la taberna asisten a un lugar de culto, y se vuelven ciudadanos sobrios y respetables. Todo esto y mucho más es verdad acerca de ellos, pero todo este tiempo permanecen en tinieblas. No amanece en sus almas ninguna luz celestial que revele a un Salvador lleno de amor y de poder. Ha tenido lugar un cambio externo, deseable de todo punto, pero sus almas no han sido llevadas del peligro a la seguridad, de las tinieblas a la luz. No podemos dejar de insistir en que esta reforma no es conversión. Pasar página no es lo mismo que ser llevado a Dios mediante la sangre de Cristo.

Los hay que creen que si han tenido sueños notables o experiencias arrebatadas y sentimientos religiosos, que se trata de la conversión. Pero la conversión es una realidad mucho más profunda que ninguna de estas cosas; es nada menos que pasar de muerte a vida (Juan 5:24).

¿Necesitan la conversión los que han sido bautizados y que nunca han cometido ningún pecado grave?

No hay pecado que no sea grave a los ojos de Dios. Los hombres suelen considerar algunos pecados como repulsivos y otros como triviales, pero cada pecado es aborrecible para Dios. El pecado más insignificante cierra las puertas del cielo de manera tan eficaz contra el que lo comete como el pecado de asesinato, y demanda igual de clamorosamente la expiación mediante la sangre de Cristo.

Pero no es solo a causa de lo que hemos hecho que la conversión es una necesidad tan grande, sino debido a lo que somos. Y a este respecto no hay diferencia; todos somos pecadores, todos debemos declararnos culpables, todos estamos expuestos al juicio. La Escritura declara de la forma más decidida que «no hay diferencia». La dama bautizada, educada, refinada, amable y con inclinaciones religiosas necesita convertirse si quiere ir al cielo, del mismo modo que el blasfemo, el borracho y el ladrón.

¿Podemos convertirnos cuando nos plazca?

Dios nunca da al pecador la elección de la ocasión; Su tiempo es siempre el presente. «He aquí ahora el día de salvación», y, «Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestros corazones». Si alguien posterga este asunto, incurre en un terrible peligro. Puede que nunca tenga otra posibilidad. No diré que no la vaya a tener, porque Dios tiene gran longanimidad, y Su gracia se detiene sobre muchos; pero sería más seguro jugar con el rayo que menospreciar Su misericordia o los llamamientos de Su Espíritu.

¿Cuánto tiempo tarda uno en convertirse?

El viernes pasado leímos una nota de una joven amiga que asiste aquí, que dice que en menos de un minuto recibió la bendición que buscaba, siendo culpable pecadora. Muchos podrían hacerse eco de su testimonio. ¿Cuánto tardó el ladrón moribundo de la cruz en convertirse? ¿Cuánto tiempo le llevó a Pablo, el acerbo perseguidor en el camino de Damasco, para caer abatido y que el grito de «¡Señor!» brotase de sus labios? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que el corazón endurecido de aquel carcelero de Filipos, que odiaba el evangelio, cuando fue despertado por el terremoto, recibiera una respuesta a su pregunta—«¿Qué debo hacer para ser salvo?»

Sin duda que generalmente hay muchos ejercicios del alma que acompañan a la conversión, y estos ejercicios pueden extenderse semanas o años. Pero creo que hay un momento concreto en que los ejercicios alcanzan su punto culminante, cuando el alma pone de una vez por todas su confianza en el Salvador y en Su preciosa sangre, y es perdonada y purificada. No es un proceso largo, sino un acto instantáneo.

Si alguna persona convertida cae en pecado, ¿tiene que volverse a convertir?

Esta es una pregunta que hacen miles de personas, en una u otra forma. Pero me aventuraré a decir que esta pregunta nunca surgiría si realmente comprendiésemos que cuando un pecador se convierte queda también justificado de todas las cosas, pasa a ser hijo de Dios, y por el don del Espíritu es hecho miembro del cuerpo de Cristo. Si todo esto se tiene que repetir cada vez que un creyente cae en pecado, ¡entonces tendría que repetirse veinte veces al día en el caso de muchos! Pero un pasaje de la Escritura disipará tal concepto. Leemos que «todo lo que Dios hace será perpetuo» (Ec. 3:14). Cuando un alma se salva, es Dios quien la salva, y esto «será perpetuo», para siempre. Cuando un pecador es justificado por la fe en Cristo, «Dios es el que justifica», y «será perpetuo».

Ningún padre terrenal puede romper la relación que existe entre él mismo y su hijo. Así sucede con la relación celestial y eterna que se forma entre Dios y el alma creyente. Si uno de Sus hijos cae en pecado, Él podrá corregirlo y someterlo a diversas formas de disciplina; pero ¿rechazarlo? ¡Jamás! El tal necesita ser restaurado a la comunión y al camino recto, pero no puede volver a ser convertido otra vez.

Al decir esto no me olvido de Lucas 22:32. Pedro era un hombre verdaderamente convertido desde la memorable escena en la que se reconoció como pecador, pero se aferró a los pies del Salvador, si no antes de ello. Pero cayó gravemente, y negó a su Señor con maldiciones. El Señor, sin embargo, le dice que ha orado por él, e incluso antes de su caída ya contempla su restauración. «y tú, una vez vueltodice, «confirma a tus hermanos». Esto se traduciría mejor como: «una vez restaurado», porque se refiere no a la conversión de un pecador impío, sino a la restauración de un santo recaído.

Voy a presentar una ilustración que tomo de un amigo. Un hombre se alista como soldado. Después de un cierto tiempo se cansa de la vida de soldado, y, aprovechando una oportunidad, huye. Ahora es un desertor, y vive con un temor constante de ser descubierto. Al final resuelve volver al ejército. Su regimiento ha sido enviado al frente, y él quiere volverse a incorporar al mismo. ¿Cómo va a volver a las filas? No puede volver a alistarse como si nunca hubiera vestido el uniforme del rey. No puede volver como un recluta, sino como un desertor. Lo que debe hacer es presentarse ante sus mandos, y someterse a cualquier pena que consideren adecuado imponerle.

Así es con un hijo de Dios que se haya desviado. Es un desertor de las filas, y no puede volver a alistarse como un recluta. Debe volver como uno que se ha ido errante, no para buscar la absolución de un juez, sino el perdón de un Padre. Que los tales recuerden que la gracia restauradora de Dios es tan grande como Su gracia salvadora. Si se da la bienvenida al pecador culpable, también se dará al hijo que se ha ido errante; pero es como hijo que ha de volver, no como quien necesita conversión, sino restauración, y la obtendrá de cierto mediante la intercesión de Cristo.

¿Es la conversión todo lo necesario para hacer a uno cristiano?

Si lo fuera, no hubiera habido necesidad de que Jesús descendiera del cielo y muriera en la cruz. Aquella magna obra fue necesaria antes que nadie pudiera llegar a hacerse cristiano. Pero quizá nuestro amigo está pensando en un concepto extendido en ciertos medios de que nadie puede considerarse cristiano hasta que, al final del curso de su vida, se prepara a pasar de la tierra al cielo. Pregunta a alguien que crea esto, «¿Eres cristiano?», y la respuesta será: «Lo estoy intentando.»

Ahora bien, ninguna cantidad de intentos ha transformado a nadie en cristiano. Nadie se hace soldado tratando de comportarse como uno, sino alistándose. En el momento en que se alista es tan soldado del rey como el comandante general. Aquel nunca habrá puesto el pie en el campo de batalla, y éste puede ser veterano de cien batallas, pero los dos son soldados del rey.

¿Cuáles son los rasgos de una persona convertida?

Los convertidos de Tesalónica manifestaban cuatro rasgos muy evidentes. Los encontraremos en 1 Tesalonicenses 1:9, 10.

(1) Se habían vuelto a Dios. Este es el primer rasgo de una persona convertida. En lugar de tener miedo de Dios, tiene paz con Dios; en lugar de esconderse de Él, dice: «Tú eres mi refugio»; en lugar de considerar a Dios como un duro explotador o un juez severo, lo conoce como su amante Padre.

(2) Se habían vuelto de los ídolos. Otros entre nosotros, además de los paganos que adoran a la madera y a la piedra, tienen ídolos. Cualquier cosa que se permita que tome el lugar de Dios en el alma es un ídolo; cualquier cosa del yo en el que uno fundamente una esperanza de gloria futura es un ídolo. ¿Esperas el favor de Dios debido a tu forma moral de vivir, o por sus oraciones o votos? Entonces estas cosas son tus ídolos. Se levantan entre ti y la bendición de Dios. Un rasgo de una persona convertida es que ha lanzado a los vientos todo aquello sobre lo que antes edificaba sus esperanzas—sus propios esfuerzos y resoluciones, cualquier cosa que se interpusiera entre él y Dios.

(3) Ahora estaban sirviendo al Dios vivo y verdadero. Un inconverso sirve al yo y a Satanás; una persona convertida trata de servir a Dios en todos los detalles de su vida. Todo lo que está bajo su control, por así decirlo, queda convertido. Si es vendedor de tejidos, tiene cuidado en que cada metro sea de cien centímetros; si es lechero, se preocupa de que la leche sea leche, no leche y agua. Todo en él da testimonio de que ahora es siervo de Dios.

(4) Estaban esperando al Hijo de Dios del cielo. La popularidad, la fama, el éxito, las riquezas, no son objetos de ambición del que ha sido verdaderamente convertido. Conoce a Jesús como su Libertador de la ira que ha de venir, y su esperanza está fijada en aquel mundo resplandeciente en el que el Hijo de Dios es el Centro de todo. Lo espera a Él, y su deseo más querido quedará satisfecho cuando se encuentre en Su presencia para siempre. ¡Oh, que estos rasgos fuesen más visibles en cada uno de nosotros!

¿Puede cada persona convertida recordar con exactitud la fecha de su conversión?

Muchos pueden. Pueden señalar con el dedo cierto día en el calendario y decir: «Este es mi cumpleaños espiritual». Pero no todos pueden hacerlo, y no creo que nadie deba inquietarse por ello. Si estás seguro de que estás convertido, de que has sido trasladado de la tierra tenebrosa del pecado al resplandor de la gracia y de la libertad, es suficiente. No hay necesidad de sentir ansiedad por no poder señalar el momento preciso de tu conversión.

¿Va la conversion siempre acompañada de un profundo dolor del pecado?

Tengo graves dudas acerca de cualquier conversión en la que no haya una medida de juicio propio y de dolor por el pecado. No es un espectáculo grato ver a alguien «recibir la palabra con gozo», como sucedió con aquellos de los que leemos en Lucas 8:13. Lo siguiente que se dice de ellos es que «no tienen raíz», solo creen «por un tiempo» y pronto «se apartan». He visto a personas profesar la conversión y de inmediato caer de rodillas y orar por sus amigos, por los predicadores del evangelio, por los soldados en la guerra, por los expuestos a los peligros del mar, por los judíos, y no sé por qué más. Parece que no tienen un sentido de la gravedad de sus pecados, que necesitaron de tal sacrificio como el de Cristo para expiarlos. No hay una pasada profunda del arado por sus conciencias, ningún dolor por su dureza de corazón. Por mi parte, veo bueno que haya lágrimas de contrición en las mejillas de un pecador arrepentido, y que se oiga el clamor contrito del pródigo al volver al Padre. Creo que Dios también lo valora.

Dios gusta de oír el clamor contrito,
Gusta de ver el ojo humedecido,
Leer el profundo suspiro del espíritu.

Pero es verdadero el dicho de que «las aguas mansas son profundas». A menudo los que más sienten son los más parcos en expresar sus sentimientos. Pero uno espera que haya alguna indicación de un estado quebrantado y contrito del alma, y alguna conciencia de la gravedad y maldad del pecado.

¿Por qué vemos tan pocas conversiones hoy en día, en comparación con lo que leemos de tiempos pasados?

Esto puede atribuirse a más de una sola causa. Quizá se deba no en poca medida a que en muchos sectores ya no se considere que la conversión es necesaria. Se pronuncian sermones sin mencionarla para nada. Se exhorta a la gente a «seguir a Cristo» y a «andar en Sus pasos» sin decir que para ello les es necesaria la conversión.

Sin duda, otra causa es la lamentable frialdad e indiferencia entre nosotros los cristianos evangélicos, que creemos en la necesidad de la conversión.

Cuando David se apartó del Señor, dejó de ejercer influencia para bien sobre los demás. En el Salmo 51 le vemos arrepentido. Escuchemos sus palabras. «Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, Y los pecadores se convertirán a ti». Mientras el corazón de David estuvo frío hubo escasez de conversiones. La restauración de su gozo sería el medio de bendición para otros además de para él mismo. Habría pecadores que se convertirían. Hermanos, no tendríamos que lamentar la escasez de conversiones si tan solo nuestros corazones fuesen más cálidos y respondieran mejor al gran amor de Dios.

Si alguien dice: «Quiero ser convertido, pero no sé como lograrlo», ¿qué le aconsejaría?

Lo dirigiría a Hechos 3:19: «Arrepentíos y convertíos». Le apremiaría a que se volviera al Salvador con verdadero arrepentimiento. También le leería Hechos 16:31: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo». Un pecador arrepentido que verdaderamente cree en Jesús y confía en Él para salvación, se ha convertido. Se ha vuelto de sus pecados al Señor.

Nuestro diálogo ha concluido. Ahora me toca a hacer una pregunta, y quiero que cada uno aquí la conteste honradamente, como en presencia de Dios.

¿Estás TÚ convertido?

Mi ferviente deseo es que busques una entrevista personal con el Salvador. Reconoce tu culpa. No presentes excusas. No retengas nada. Luego confíate a Él. Él te salvará y te bendecirá. Luego podrás decir: «Gracias, Dios, estoy convertido».


Doce Diálogos Bíblicos -

Harold P. Barker y otros.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
© Copyright 2005, SEDIN - todos los derechos reservados.

SEDIN-Servicio Evangélico
Apartado 126
17244 Cassà de la Selva
(Girona) ESPAÑA
Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.

martes, 4 de noviembre de 2008

Una Reseña de Doce Doctrinas Bíblicas Básicas.

Número 1

Tema: LA FE


Preguntas por O. Lambert; Respuestas por H. P. Barker



EL tema que hemos escogido para nuestro primer diálogo es de importancia primordial, porque la fe es el gran principio sobre el que Dios otorga Su bendición.

Cuando brotó la angustiada pregunta «¿qué debo hacer para ser salvo?» de los labios del carcelero en Filipos, la respuesta inspirada no le invitó a orar, a esforzarse o a hacer votos, ni nada parecido. Se le dijo que creyera en el Señor Jesucristo, y sería salvo. Nada que el pudiera hacer le serviría para ganar la salvación de Dios. El hacer lo había cumplido todo Cristo. Todo lo que queda al pecador es apropiarse de los resultados de Su poderosa obra por la simple fe.

¿Qué es la fe?

La fe es algo que las personas ejercitan en cientos de maneras cada día de sus vidas. Cuando aquella señora entró ahora en la carpa y se sentó en aquella silla, fue un acto de fe. Ella confió en la silla y reposó sobre ella. Cuando yo mismo me quité el sombrero y lo colgué de aquella percha, fue otro acto de fe. Yo confié en la percha, y me fié de que me sostendría el sombrero. La fe a la que se refiere la Biblia es tan simple como esto. Cristo es su objeto, y tener fe en Él es confiar en Él o contar con Él para aquello que necesitan nuestras almas. Esto mismo se expresa de otras formas en la Escritura: «Mirad», «Venid», «Tomad», «Recibid»—todas estas cosas tienen un sentido muy semejante al de «Confiad» o «Creed».

Si podéis decir, de corazón

Ningún otro refugio tengo yo,
Mi alma impotente en Ti reposa,

entonces tú eres uno de los que tiene fe en Él.

¿Puede alguien creer por su propia cuenta?

Cuando el Señor Jesús mandó al hombre con la mano seca que la extendiera, aquel hombre no dijo: «¿Cómo voy a poder hacerlo?» Pudiera haber dicho: «Señor, no he podido mover este brazo durante años. Está paralizado e inerte. No puedes esperar que lo levante». Sin embargo, hizo sencillamente como se le había mandado. De esto aprendemos que cuando Dios manda, Él da poder para obedecer.

Ahora es Su mandamiento que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo (véase 1 Juan 3:23). Si fuésemos dejados a nosotros mismos, no es probable que deseásemos confiar en Él. Nuestros corazones son de natural tan corrompidos y duros que en ellos no hay lugar para Cristo. Pero Dios tiene Sus maneras de producir lo que desea, y no nos toca a nosotros razonar acerca de nuestra capacidad o incapacidad para creer, sino recordar que se nos manda que lo hagamos. Lo mejor es ser sencillos acerca de esto. Podemos confiar unos en otros sin dudarlo. No debiera ser más difícil confiar en el Salvador.

¿Por qué se dice que la fe es «don de Dios»?

Significa, me parece, que no se trata solo de que la bendición nos viene gratuitamente de Dios, sino que también nos da el medio de apropiarnos de esta bendición.

Supongamos que un amigo acude a ti y te dice: «He puesto una gran cantidad de dinero a tu nombre en el Banco Central. Aquí tienes un talonario de cheques. Cuando quieras dinero, escribe un cheque y preséntalo, y te darán la cantidad que pidas».

Así, tu amigo te ha dado una doble provisión. Primero, ha hecho provisión de una cantidad de dinero para que puedas recurrir a ella. En segundo lugar, te proporciona el medio para acceder a estos fondos. Pero de nada te serviría decir: «Muy bien, todo lo que tengo que hacer es cruzarme de brazos y esperar hasta que me venga el dinero». Si actuases de esta forma, nunca recibirías nada de este dinero.

Deberías emplear diligencia para aprovechar los medios provistos. Tendrías que rellenar y firmar los cheques y presentarlos al banco para que te los pagasen.

Ahora bien, la fe es como el talonario de cheques. Es don de Dios, y es el medio por el que puedes apropiarte libremente de toda la bendición que Cristo ha conseguido para los pecadores mediante Su obra en la cruz. El efecto de todo esto debería ser el de ejercitarte, y hacerte diligente en actuar para recibir la bendición que se te ofrece.

¿Me salvará creer que soy salvo?

¡No más que podría un mendigo volverse millonario por creer que lo es! A veces oímos decir: «Todo lo que has de hacer es creer que eres salvo, y eres salvado». Sería lo mismo que ir al lado de la cama de un enfermo de tifus y decirle: «Todo lo que has de hacer es creer que estás bien del todo, y estarás bien del todo». Es peor que inútil que alguien crea que está salvado, hasta que realmente es salvo por la fe en Cristo.

¿Qué se tiene que creer para ser salvo?

Yo más bien diría, ¿A quién se tiene que creer?, porque no es un hecho, sino una Persona, la que nos es presentada como objeto de la fe. En 2 Timoteo 1:12 el apóstol dice: «Yo sé a quién he creído».

Para ser salvo, no se nos dice que creamos acerca del Señor Jesucristo, sino que creamos en Él, esto es, que confiemos en Él.

Una señora acudió una vez a ver a un amigo mío después de una ferviente predicación del evangelio, y le dijo: «¿Me podrá señalar algún texto de la Biblia que tenga que creer para ser salva?» El predicador le dijo: «Señora, usted puede creer cualquier texto de la Biblia o todos ellos, y sin embargo no ser salva. Creer la Biblia nunca ha salvado un alma.»

«Bueno», dijo la señora, «si creo que Cristo murió por los pecadores, ¿esto me salvará?»

«No, señora», le respondió, «porque esto sería solo la creencia de un hecho. Un hecho muy bendito, desde luego, pero solo un hecho, y creer en un hecho, por cierto que sea, nunca ha salvado un alma.»

«Supongo,» dijo la señora, «que lo que usted quiere decirme es que debo hacerlo una cuestión más personal, y creer que Jesús murió por

«Señora,» contestó mi amigo, «es un hecho indescriptiblemente precioso que Jesús murió por usted. Él murió por los impíos, y por ello mismo por usted. Pero esto es solo un hecho, y permítame que le repita que creer un hecho nunca ha salvado un alma.

«Cristo es un Salvador viviente, poderoso, mediante la obra que Él ha cumplido, para obrar la salvación. Confíe en Él para su salvación. Él está dispuesto; É les capaz; descanse en Él.»

Yo no podría explicar esto de manera más simple que lo hizo mi amigo en su conversación con aquella señora. Es un Salvador viviente y amante en la gloria al que somos llamados a confiarnos.

¿Es la fe la única condición de salvación?

No me parece muy adecuado referirme siquiera a la fe como «condición de salvación». Cuando la reina Elisabet I de Inglaterra estaba a punto de perdonar a uno de sus nobles que había infringido las leyes del reino, quiso imponer ciertas condiciones.

«Majestad», dijo el cortesano acusado, «la gracia que pone condiciones no es gracia.»

La reina se dio cuenta de la verdad que había en sus palabras, retiró las condiciones, y dejó al noble en plena libertad.

Para hablar a la reina como lo hizo, tiene que haber confiado en ella. Tenía fe en su clemencia y gracia, pero esto no era una condición de su perdón.

Ahora bien, la gracia de Dios es tan libre e incondicional como lo fue la de la reina Elisabet. No tiene condiciones. Si la fe es el principio sobre el que Dios bendice, es «para que sea por gracia» (Ro. 4:16).

Esto es importante, estoy seguro, porque muchos contemplan la fe como algo que tienen que llevar a Dios como el precio de su salvación, lo mismo que llevarían unos honorarios a su médico. La fe es la simple apropiación de lo que Dios ofrece gratuitamente.

Pero es probable que mi amigo, al hacer esta pregunta, tenga en mente algo que siempre va de la mano de la fe verdadera, y esto es el arrepentimiento. Son dos hermanas gemelas. Cuando uno realmente se vuelve al Señor con fe, uno siempre se aparta del yo con repulsión, y esto es lo que yo comprendo por arrepentimiento. Me siento más bien escéptico de la llamada «fe» de aquellas personas que nunca han estado ante Dios en juicio propio acerca de sus pecados.

¿Cómo puedo saber si mi fe es de la clase correcta o no?

La gran cuestión es, ¿descansa sobre el objeto correcto? Si es así, aunque sea débil y pequeña, es sin embargo fe de la clase correcta. Supongamos, por ejemplo, que estoy enfermo. Puedo tener una gran fe en una cierta medicina para curarme. Pero las dosis, muy repetidas, no producen el efecto apetecido, y llego a la conclusión de que aunque mi confianza era muy grande, no estaba bien dirigida, porque la medicina en la que yo confiaba no tenía eficacia. En cambio, me recomiendan un remedio de valor demostrado. Yo no tengo mucha fe en el mismo, y a duras penas me persuaden a probarlo. Pero cuando comienzo a tomarlo, me encuentro muy mejorado. Mi fe en este remedio era pequeña, pero era la clase correcta de fe, porque la medicina que acepté tomar era eficaz.

De la misma manera, uno puede tener una fe intensa en la oración, o en experiencias felices, o en sueños, pero esta clase de fe es fe de la clase falsa. La fe que uno tenga en Cristo puede ser muy débil, pero es fe solamente en Él, es fe de la clase correcta.

¿Cómo se puede conseguir una fe fuerte?

Si alguien es indigno de confianza, cuanto mejor se le conoce, menos se confía en él; pero si alguien es digno de confianza, la confianza en esta persona aumenta según se la conoce mejor. Cuanto más aprendemos del Señor Jesús, tanto más se ahonda nuestro conocimiento personal de Él; cuanto más exploramos de las alturas y profundidades de la gracia de Dios, tanto más se fortalece nuestra fe en Él. Cada nueva lección que se aprende de Él fortalece nuestra fe.

Suponiendo que la fe de alguien sea siempre débil, ¿será sin embargo salvo?

Está de más decir que es bueno ser como Abraham, que «se fortaleció en fe, dando gloria a Dios». Se ha dicho con verdad, sin embargo, que en tanto que una fe fuerte nos trae el cielo a nosotros, la fe débil (siempre que sea fe en Cristo solo) nos llevará al cielo.

Una vez estaba yo viajando en tren en Inglaterra, a la ciudad de Birmingham. Había dos señoras en el mismo compartimiento. Una de ellas estaba evidentemente acostumbrada a viajar, y, después de asegurarse de que estaba en el tren correcto, se sentó tranquila en su rincón, leyendo un libro hasta que llegó a Birmingham.

La otra señora era una anciana que parecía estar muy preocupada por si acaso, después de todo, no llegaba a su destino. Casi en cada estación en la que paraba el tren se asomaba por la ventana, y preguntaba a algún empleado del ferrocarril si estaba en el tren correcto. Todas sus afirmaciones parecían impotentes para tranquilizarla.

Haré yo una pregunta ahora. ¿Cuál de estas dos señoras crees tú que llegó primero a Birmingham? Está claro, las dos llegaron a la vez. La llegada de ambas no dependía de la cantidad de su fe, pues en tal caso la señora con sus dudas y temores hubiera quedado muy atrás. La llegada de las dos dependía del hecho de que las dos estaban en el tren que se dirigía a Birmingham.

Del mismo modo, dos personas pueden haberse confiado a Cristo, y haberse acogido a Su sangre como la única esperanza de sus almas. Una de ellas está llena de santa confianza y de serena tranquilidad, y la otra es víctima de dudas que la torturan. ¡Pero la primera no tiene mayor seguridad de llegar al cielo que la segunda! Las dos llegarán con toda seguridad allá, porque Aquel en quien han confiado ha dado Su palabra de que nunca dejará que ninguna de sus ovejas se pierda.

Supongamos que alguien trata de creer, ¿qué más puede hacer?

Que alguien hable acerca de «tratar de creer» muestra que está totalmente equivocado acerca de la naturaleza de la fe. Si usted viene y me dice, «vivo en la calle tal-y-cual, número 10», y yo le respondo, «Bueno, trataré de creerle», ¿qué pensaría? Se erguiría y, con tono indignado, respondería, «¿Qué? ¿Tratar de creerme? ¿Acaso cree que le voy a contar una mentira?» Su indignación sería natural. ¡Sin embargo, hay personas que hablan de «tratar» de creer en Cristo! ¿Acaso es Él tan indigno de confianza? ¿No es acaso la Persona del universo en la cual deberíamos encontrar más fácil confiar?

No nos centremos en nuestra fe. Como sucede con todo lo que nos atañe, es decepcionante, y ningún esfuerzo en «tratar» la mejorará. Apartemos la mirada del yo y dirijámosla a Cristo. No podemos confiar en nosotros mismos, pero, gracias a Dios, podemos confiar totalmente en Él.

¿No existe aquello de «creer en vano»?

Desde luego, y el apóstol Pablo habla de esto en su primera epístola a los Corintios, capítulo 15. Pero esto es solo otra manera de expresar lo que ya hemos dicho, es decir, una fe en un objeto indigno de confianza. El apóstol estaba exponiendo a los Corintios que la resurrección de Cristo ha demostrado que Él es el Objeto digno de toda nuestra confianza. Si Él no hubiera resucitado, esto hubiera demostrado que la carga de nuestros pecados era demasiado grande para que Él pudiera llevarla. En tal caso, la fe en Él hubiera sido en vano. Pero Él ha resucitado de los muertos, lo que demuestra que Su obra de expiación es completa. Él está sentado en el cielo como poderoso Salvador. Nadie que confíe en Él confiará en vano.

¿No debe la fe ir de la mano con las obras?

La fe sin obras está muerta, pero es la fe la que salva, no la fe y las obras. Las obras vienen como la evidencia de la realidad de la fe, y tienen mucha importancia. Desconfío de quien me dice que cree en Cristo y que sin embargo no es «celoso de buenas obras».

Cuando se ve humo saliendo de la chimenea, se sabe que hay un fuego dentro. No se puede ver el fuego, pero el humo es evidencia de su existencia. Sin embargo, es el fuego, no el fuego y el humo, lo que da calor. La fe es como el fuego; las obras son como el humo. Van de la mano, pero no para conseguir la salvación. Ninguna obra que podamos hacer podrá añadir valor a la obra realizada por Cristo en nuestro favor. La fe reposa en Su obra, y se hace patente en obras que hacen los salvos por gratitud a Él.

«Por gracia sois salvos por medio de la fe,» leemos. «No por obras, para que nadie se gloríe.» Pero en el siguiente versículo se nos dice que hemos sido «creados en Cristo Jesús para buenas obras» (Ef. 2:8-10).

Así, cuando creemos en Cristo, ¿ejercitamos la fe una vez por todas, o es algo continuado?

Al confiar en el Señor Jesucristo para perdón y salvación, confiamos en Aquel que nos dará lo que buscamos una vez por todas. Del juicio que merecen nuestros pecados, del infierno hacia el que nos estábamos precipitando, de la ira que pendía sobre nuestras cabezas, nos confiamos a Él para que nos libre una vez por todas. Al confiar en Él encontramos que la cuestión de nuestro futuro eterno queda resuelta, una vez por todas.

Pero al decir esto no quiero decir que vaya a haber un tiempo, a lo largo de todo el período de nuestra vida terrenal, en la que la fe no deba estar en ejercicio vivo. Desde luego que creemos en el Señor Jesucristo una vez por todas, pero nunca dejamos de confiar en Él.

Además, hay otras cosas que la salvación del alma que demandan el constante ejercicio de la fe. La salvación misma es contemplada en más que un aspecto. Además de ser la porción presente del creyente, es contemplada como algo que, en su plenitud, todavía esperamos, y que ha de «ser manifestada en el tiempo postrero». Y es para esto que, según 1 Pedro 1:5, somos guardados por el poder de Dios, no como meras máquinas, sino mediante la fe.

Luego hay cientos de cosas, grandes y pequeñas, relacionadas con nuestro andar aquí abajo, cada una de las cuales demanda el ejercicio de la fe. Para las bendiciones temporales más pequeñas dependemos de la bondad de Dios, y en relación con ellas, así como con referencia a las cosas más sublimes que hemos sido llamados a gozar, necesitamos ejercitar cada día la fe en Dios.

Aquí termina nuestro primer diálogo. Que cada uno y todos puedan saber qué es asirse de Cristo por la fe para salvación, y para todas las bendiciones que la gracia de Dios ha atesorado en Él para nosotros.


Doce Diálogos Bíblicos -

Harold P. Barker y otros.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
© Copyright 2005, SEDIN - todos los derechos reservados.

SEDIN-Servicio Evangélico
Apartado 126
17244 Cassà de la Selva
(Girona) ESPAÑA
Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.