jueves, 15 de enero de 2009

El cristiano y su recompensa celestial

Estudio tomado de http://www.radioiglesia.com El hecho de que un día tendremos que dar cuenta de lo que hicimos en este mundo para el Señor, es ciertamente una de las enseñanzas más serias de la Escritura. Sin embargo, raras veces se analiza la naturaleza de la prueba que enfrentaremos y lo que seguirá después. Como considero que este es un asunto de interés vital, quiero que juntos examinemos todo lo que dice la Biblia a este respecto:

• La diferencia entre salvación y recompensas

• Una descripción del juicio ante el tribunal de Cristo

• El criterio por el que será juzgado cada cristiano

• Las recompensas que recibirán esos que pasen la prueba

• Cómo Satanás trata de desviar nuestra atención para que perdamos las recompensas.

Pero... ¿Qué pasaría si el Señor llegara en este momento? ¿Estaríamos gozosos o nos lamentaríamos porque no hicimos todo lo que debíamos haber hecho? Todavía la humanidad no ha sido testigo de este drama, pero es algo tan seguro como la salida del sol, porque un día el Señor Jesucristo vendrá por su iglesia: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Ts. 4:16-18).

Ese día no está muy lejano. Cristo vendrá muy pronto por los suyos. ¡Cuánta satisfacción y recompensa futura podrían tener los creyentes si estuvieran tan activos en el servicio del Señor, de la misma forma como están en las cosas de este mundo! Si pudiéramos echarle una ojeada a ese día cuando todas las oportunidades terrenales para servir al Señor cesarán, habría un cambio drástico en nuestras acciones y actitudes presentes.

Armados con el conocimiento de su pronto y seguro regreso, ¿por qué no nos disponemos a servir a Dios en forma más consistente? Tal vez hoy estaríamos haciendo más, si tuviéramos un conocimiento más claro de cuáles son los incentivos para servirle.

En su segunda carta a la iglesia de Corinto, Pablo expresó sus motivos para ser un discípulo activo del Señor, se refirió a los tres incentivos diferentes que lo impulsaban al servicio. Dijo que servía a su Amo para hacerse agradable a Él: “Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables” (2 Co. 5:9). Esta fue la razón personal del apóstol para servir al Señor y debe ser un incentivo suficiente para cada creyente. En este pasaje, Pablo se refiere a servicio, no a salvación. Le preocupaba que su labor no fuese aceptable al Señor, su Juez, por eso servía con motivos puros para que su esfuerzo no fuese en vano. En esencia, esto era lo que Pablo quería decir: «Trabajo, de tal manera que cuando aparezca ante mi Juez y mi servicio hecho en forma apropiada sea probado, sea hallado aceptable. Ha sido hecho para Su gloria, no para mi propia ganancia».

La segunda razón de Pablo para servir al Señor era menos personal y orientada de otra forma. Su consideración sobre el juicio del creyente cambia de inmediato al juicio de los incrédulos. Dice en 2 Corintios 5:11: “Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres...” Pablo explica que como el juicio de Dios provoca el temor de los hombres, trata de persuadirlos para que se acerquen a Cristo. La palabra que se traduce como “temor”, es el vocablo griego phobos, que significa «miedo, reverencia o respeto». El significado en cada caso, depende de cuál será nuestra posición ante el Señor en el juicio. El incrédulo siente miedo de Dios. Su vida está colmada con pecado y el Creador odia el pecado. El creyente reverencia y respeta a Dios, sabe que es santo y todopoderoso, el soberano del universo. Este era el caso de Pablo, lo reverenciaba y por tanto le servía para ser un siervo más aceptable.

El versículo 11 indica, que la mente de Pablo estaba principalmente enfocada en esos que deben tener miedo, porque sus pecados no han sido tratados con confesión y arrepentimiento. El apóstol sabía que la ira terrible de Dios vendrá sobre todos los que rechacen al Señor Jesucristo como su salvador. Tenía una comprensión plena de cómo será ese día: “y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero” (Ap. 6:15, 16).

Pablo estaba bien consciente de que la ira de Dios no se derramará sobre los cristianos: “Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts. 5:9). Por lo tanto, así como laboraba para el Señor preocupado por serle agradable, también lo hizo porque sabía el terror que experimentarán un día todos los hombres y mujeres no regenerados. Dios había colocado a Pablo en la brecha entre los incrédulos y su ira tremenda, y el apóstol lo sabía, por eso no podía permanecer en silencio.

Después que Pablo se aparta un poco del tema en los versículos 12 y 13 del capítulo 5 de 2 Corintios, parece que levantara sus manos y nos diera la razón más apremiante para servir al Señor. Su primer motivo era personal, trata con su aceptabilidad como siervo. El segundo tiene que ver con los no salvos a su alrededor y el tercero concierne estrictamente al Señor. Pablo dice: “Porque el amor de Cristo nos constriñe...” (2 Co. 5:14a) para que le sirvamos. En el griego original, esta palabra es sinónima de «urgir, impulsar o presionar duro». El apóstol está diciendo que el amor de Cristo lo impulsaba, lo presionaba a trabajar activamente en su servicio. Si no lo hacía por ninguna otra razón, todavía estaba el conocimiento consciente del amor de Cristo, lo cual lo animaba a trabajar para él.

Pablo al considerar el amor que mostró por nosotros el Señor Jesucristo, quien se ofreció como sacrificio voluntario en el Calvario para así salvarnos de la condenación, además del amor que le enseñó a sus discípulos como la fuerza que moviera sus vidas, no le quedó más, sino que involucrarse en la propagación de la historia del evangelio. Se vio obligado a servir a Dios por amor. Una vez que el creyente ha experimentado el amor de Dios y lo ha apreciado apropiadamente, se siente impulsado a trabajar para él: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10). De tal manera que los motivos o incentivos de Pablo para servir al Señor fueron tres:

• El querer ser un siervo aceptable ante Dios,

• Porque sabía lo que le espera a esos que rechazan al Señor, y

• Porque el gran amor de Cristo lo movía a hacerlo.

Casi puedo imaginar a Pablo y a Silas en la prisión en Filipo, cantando a medianoche del gran amor de Dios, de todo lo que había hecho por los pecadores. ¿No le parece extraño que los cristianos hoy sepan tan poco o casi nada de los incentivos de Pablo para servir al Señor? Se habla mucho sobre el amor de Cristo y nuestra expresión de ese amor hacia otros, pero realmente, ¿cuánto sabemos de ese sentimiento? ¿Cuánto respecto al juicio que deberán enfrentar todos los hombres sobre la faz de la tierra? Tal vez el menos comprendido de los tres motivos de Pablo sea el primero. La mayoría de cristianos no entienden en realidad, qué hace que el servicio del creyente sea aceptable ante Dios. Si usted realiza algún trabajo doméstico en la iglesia o tiene alguna obligación voluntaria en la escuela dominical, por lo cual no recibe retribución alguna, es muy probable que otros hermanos le hayan dicho: «¡Sólo piense en la recompensa que recibirá en el cielo!»

Eso es fácil de decir, pero... ¿Será cierto? ¿Qué sabemos realmente, respecto a las recompensas que recibiremos en la gloria? ¿Tenemos conocimiento de qué serán? ¿Sabemos cuándo las recibiremos? Las enseñanzas de la Palabra de Dios son más detalladas con respecto a las recompensas del creyente, que lo que el cristiano promedio sabe. En esta serie de artículos vamos a explorar estas y otras preguntas concernientes a los galardones del creyente a la luz de las evidencias presentadas en las Sagradas Escrituras. Entre más sepamos del Juez y las recompensas, más significativo será nuestro conocimiento y tendremos un discernimiento pleno de que realmente todo valdrá la pena.

La salvación y las recompensas

¿Alguna vez ha tenido una discusión con alguien sólo para darse cuenta que han estado discutiendo de dos cosas diferentes? Frecuentemente se habla de las recompensas y la salvación del creyente como si se tratara de lo mismo, pero esto es absolutamente inexacto. A menos que se trace una distinción clara entre la salvación y los galardones, la confusión resultante será desastrosa. Las Escrituras dejan bien claro esta diferencia. Vamos a examinar lo que dice la Biblia respecto al contraste entre salvación y recompensa.

La Biblia registra la historia de los tratos de Dios con el hombre, con una referencia especial a la provisión de Dios para la salvación del hombre. A continuación vamos a presentar un breve sumario del carácter de la salvación.

1. La salvación es apropiada para los pecadores

Una de las creencias fundamentales en la historia de la salvación de Dios para el hombre, es el hecho de que verdaderamente necesita ser salvo. La Biblia describe al ser humano como una criatura rebelde que decide desobedecer a su Creador. Habiendo tenido la oportunidad para vivir en un medio perfecto, libre de polución, en armonía con él y la naturaleza, el hombre en lugar de eso le prestó atención al perverso consejo de Satanás y pecó en contra de Dios. De tal manera que el compañerismo que era una parte integral de su relación con el Señor en el Edén, se perdió. La humanidad llegó a estar separada de Dios, dejó de disfrutar de su compañía.

Todo esto pertenece a la historia. La crónica de la salvación incluye el plan de Dios para redimir al hombre de las cadenas del pecado, restaurarlo al compañerismo que perdió con su Creador y renovar su mente para que pueda entender las cosas del Señor y vivir en paz con él. Si el hombre nunca hubiera pecado, no tendría necesidad de salvación. El hecho es que pecó e incurrió en la ira y juicio de Dios, pero ese juicio es moderado con su amor. Fue así como él dispuso la salvación de la raza humana mediante el derramamiento de la sangre inocente de su Hijo, el Señor Jesucristo, el sacrificio perfecto. Este sacrificio era necesario como el pago que merecía el pecado del hombre. El pecado siempre acarrea la pena de muerte. El único que nunca pecó fue el Señor Jesucristo, pero como todos hemos pecado tenemos necesidad desesperada de la salvación de Dios. Cristo murió en nuestro lugar, pagó el castigo por nuestros pecados y proveyó la salvación, murió por los hombres y mujeres pecadores. La salvación está reservada y es apropiada para los pecadores, así lo demuestran los siguientes versículos:

“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).

“Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes” (Gá. 3:22).

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12).

“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Ro. 5:8, 9).

“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Ti. 1:15).

“Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10).

2. La salvación es igual para todos los pecadores

Los expertos en genética nos dicen que no hay dos personas que sean exactamente iguales. Ni siquiera hay dos copos de nieve, árboles u hojas de la hierba que sean justamente lo mismo. Cuando una persona experimenta milagrosamente el nuevo nacimiento por el Espíritu de Dios, las circunstancias de las cuales es salvo, no son idénticas a las de ningún otro. Algunos no han cometido lo que puede ser considerado como crímenes excepcionales contra la sociedad, otros sí. Hay quienes nunca han puesto un pie en una iglesia, mientras que otros sí. Las experiencias y el trasfondo de los cuales Dios nos saca y salva, nunca son idénticos. En muchas ocasiones ni siquiera similares. Si la salvación dependiera del esfuerzo de las personas, algunas tendrían que luchar más duro que otras para ganarla. La salvación sería un logro mucho mayor para algunos que para otros.

Esto sería cierto si la salvación dependiera del esfuerzo del individuo por vivir su existencia en conformidad con los estándares de santidad establecidos por Dios, sin embargo, este no es el caso. La salvación no depende de la persona, es un acto de la gracia de Dios, quien saca al pecador del pozo horrible del pecado, limpia su vida y lo coloca sobre la roca sólida que es Cristo Jesús. Para humanizar la metáfora, la salvación no es el intento vano del hombre por tratar de asirse al Padre Celestial, sino que es Él quien deliberadamente extiende su misericordia y extrae desesperadamente al hombre de las arenas movedizas de su propio pecado. A pesar de lo que hizo en el pasado, cuando deposita su fe en la muerte del Señor Jesucristo en favor suyo, Dios mediante su Espíritu, lo limpia, justifica y santifica en el nombre del Señor Jesús. Como dice 1 Corintios 6:11: “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”.

Por consiguiente, dado que la salvación es un acto de Dios y debido a que su carácter es inmutable, que nunca cambia, la salvación es la misma para todos los pecadores. No fluctúa con circunstancias extenuantes. No varía en ningún grado. Algunos han sido salvos de pecados más espantosos que otros, pero no son más salvos que ellos. La salvación es lo suficientemente profunda y completa para cubrir al pecador más terrible, al igual que a otro que ha cometido pecados que ni siquiera son juzgados por la sociedad. La salvación de Dios es igual para todos los hombres que la reciben, porque Dios es el mismo para todo el que le recibe:

“Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos” (Mal. 3:6).

“Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17).

“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8).

“Mas aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción. Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hch. 13:37-39).

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

3. La salvación es un regalo de gracia

Básico a nuestra comprensión de la salvación está el hecho de que es un don de Dios. Los hombres son salvos por la gracia divina, mediante la fe en los méritos de la muerte expiatoria del Señor Jesucristo. Se dice que es por gracia porque no depende de ningún mérito de parte del pecador. Los homo sapiens no pueden avanzar, y es una buena razón de por qué son objetos adecuados del amor del Creador. Se rebelaron en su contra, a pesar de todo los ama. Tal acción sólo puede ser atribuida a la gracia de Dios, quien es el único digno y salva al hombre de su indignidad. Tal es su gracia.

De la misma manera, la salvación es un regalo, no sólo uno inmerecido, sino el más valioso. El hombre no puede hacer nada por tratar de escapar de las arenas movedizas del pecado, sino que lo más importante es que la Biblia describe al pecador como muerto en sus pecados: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1). El hombre no puede incluso ni siquiera levantar un dedo en un intento por escapar del pecado. Sólo la muerte del Señor Jesucristo puede salvarlo de la culpa. No hay nada que el pecador pueda hacer, sino recibir la luz del Espíritu Santo para salvación. Esto constituye un regalo de Dios, otorgado por su gracia, completamente aparte de mérito. No se gana, porque es imposible ganar algo que es un regalo, sólo se puede recibir con agradecimiento. De tal manera, que en lo que respecta al regalo de la salvación, el hombre lo recibe, pero no es un participante activo para ganarlo. La Escritura habla de la salvación como el agua viva:

“Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva” (Jn. 4:10).

“A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche” (Is. 55:1).

“Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Ap. 22:17).

Asimismo los siguientes versículos enseñan claramente que es imposible ganar la salvación: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).• “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8, 9).• “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Ti. 1:9).

4. La salvación es una posesión presente

La salvación es algo de que se habla en términos de pasado, presente y futuro. En el momento del nuevo nacimiento fuimos salvos del castigo que merecía nuestro pecado: “Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos). Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:5, 8).

Ahora mismo Dios nos está salvando del poder del pecado en nuestras vidas. Como dice Romanos 6:14: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”. La Escritura también nos promete que un día también estaremos libres de la propia presencia del pecado: “Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:23).

Es importante darse cuenta que la salvación no se trata de una posesión futura. Es real en la vida de cada creyente en este preciso momento. Él no tiene que mirar con anticipación al día en que sus pecados serán perdonados, porque ya fueron perdonados. No tiene que esforzarse para alcanzar una meta como hace un corredor para llegar a la línea de carrera. El cristiano no ha llegado todavía a su meta, pero mientras corre está vestido en la salvación de Dios y su llegada es cosa segura.

No obstante, la salvación no es la meta en sí. No es el premio al final de la carrera. No depende de luchar o correr, sino que es un regalo de Dios, un don que el creyente puede disfrutar ahora mismo. El cristiano no tiene por que estar en tinieblas con respecto a la salvación, respecto a si es real o no. Él o ella pueden disfrutar de ese regalo permanente e irrevocable, desde el momento que sus ojos se abren al hecho de que Dios les ama y envió a su Hijo a morir para que pudieran tener nueva vida.

“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24).

“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios” (1 Jn. 5:12, 13).

Si la salvación no fuera una posesión presente, el servicio que hacemos hoy para el Señor no tendría valor alguno. Pablo nunca se hubiera atrevido a hacer el reclamo de que era siervo del Señor Jesucristo, sin haber estado disfrutando del poder que acompaña la salvación. La salvación debe anteceder al servicio. Si no pudiéramos servir al Señor, entonces no tendría sentido que el Salvador nos hubiera ordenado que lo hiciéramos. La salvación es algo que nos pertenece ahora mismo, es presente y permanente para nosotros por la gracia de Dios. Note en los siguientes versículos cómo se habla siempre de la salvación en el tiempo presente:

“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:11, 12).

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).

“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24).

“De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida” (Jn. 6:47, 48).

Muchos han vivido con una idea equivocada respecto a la salvación. Han estado confiando en las bondades que hacen a diario, esperando que esto apacigüe la ira de Dios contra sus pecados. La Biblia es muy clara, no importa si pensamos que somos buenos, ante los ojos de Dios nadie es bueno. Como dice su Palabra: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:10-12).

No hay ninguna persona que pueda medir el criterio de santidad de Dios, un estándar que es necesario para entrar al cielo: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). Dios nos hace esta advertencia: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento” (Is. 64:6). Lo que es peor, como hemos pecado, la Biblia dice en Romanos 6:23: “Porque la paga del pecado es muerte...” El único camino de escape es a través del Señor Jesucristo.

Cuando el carcelero de Filipos desesperado les preguntó a Pablo y a Silas: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch. 16:30, 31). El Señor Jesucristo es la única respuesta para el problema del pecado: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12). Para que nuestros pecados puedan ser perdonados, debemos arrepentirnos y pedirle al Señor Jesucristo que sea nuestro Salvador. No hay otra forma. Él dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6).

Permaneciendo en contraste con la salvación del creyente, están las recompensas. Al examinar cuidadosamente el carácter de nuestras recompensas en oposición con el carácter de nuestra salvación, podemos ver fácilmente una aguda distinción. El sumario del carácter de las recompensas es como sigue.

1. Las recompensas serán otorgadas a los santos

En el Nuevo Testamento la palabra “santo” siempre se refiere a los creyentes que han sido apartados para el servicio de Dios. A diferencia de la salvación, que se aplica a las vidas de los pecadores, las recompensas les serán entregadas a los santos en el tribunal de Cristo. Estas recompensas sólo están reservadas para los santos. Los no regenerados, esos que nunca recibieron al Señor Jesucristo como su salvador, no participarán en este juicio.

Así como una persona no puede recibir un cheque de pago hasta que no es empleado legal de una compañía, tampoco nadie puede recibir las recompensas divinas si no es siervo de Dios. El apóstol Pablo frecuentemente comparó la vida cristiana con la carrera de un atleta. El corredor no puede recibir el premio en la meta final, a menos que primero entre a la pista de carrera y se disponga a participar en la competencia. Asimismo, una persona no puede esperar las recompensas de Dios por un servicio fiel, a menos que entre en el camino correcto y de hecho viva la vida de un siervo fiel. Dado que sólo Dios por su gracia es capaz de hacer un atleta de cada uno de nosotros y que no hay premio alguno para quienes no se encuentran en el sendero verdadero, las recompensas sólo están reservadas y les serán otorgadas a los santos, a esos lavados y limpios por la sangre del Cordero, el Señor Jesucristo:

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis” (1 Co. 9:24).

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:8-10).

“Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos, porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres con los profetas” (Lc. 6:22-23).

2. Las recompensas son proporcionales al servicio

La Biblia habla sólo de dos clases de personas. No se trata de blancos y negros, ricos y pobres o morales e inmorales. Los dos grupos son los salvos y los perdidos, es decir, los que conocen y han recibido al Hijo de Dios como su Señor y salvador, y quienes no lo tienen: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:12). Vemos entonces que no hay grados entre los que han sido salvos del pecado, o somos maravillosa y completamente salvos o estamos total y desesperadamente perdidos.

A diferencia de la salvación, hay varios grados de recompensas. Algunos recibirán grandes galardones, otros no. Unos obtendrán recompensas completas, otros no. Lo que determinará lo que reciba el creyente, si un galardón grande o pequeño, completo o parcial, es la calidad y cantidad del servicio para el Señor. En contraste con la salvación, la recompensa del cristiano será proporcional a su servicio aceptable, incluso el Señor Jesucristo con mucha frecuencia habló del pago en relación con la labor. Después de hacerlo, usualmente aconsejó a sus discípulos a trabajar en busca de una gran recompensa. Juan dijo: “Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo” (2 Jn. 8). Pablo por su parte dijo: “Alejandro el calderero me ha causado muchos males; el Señor le pague conforme a sus hechos” (2 Ti. 4:14).

Una y otra vez el Señor Jesucristo le dijo a sus discípulos: “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos...” (Mt. 5:12). Si se pueden usar adjetivos como completo, grande, etc. para describir las recompensas, esto quiere decir que no todas serán iguales. Los galardones serán otorgados como paga por el Señor, y ese pago será proporcional al servicio que hagamos para él:

“Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1 Co. 3:8).

“Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lc. 12:47, 48).

“Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10).

“Pues la Escritura dice: No pondrás bozal al buey que trilla; y: Digno es el obrero de su salario” (1 Ti. 5:18).

“Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt. 16:27).

3. Las recompensas son un pago por gracia

La Biblia enseña que somos salvos por gracia mediante la fe, ¡sin nada! Esto quiere decir que somos salvos por gracia, sin obras. No obstante, después que hemos sido regenerados por Cristo, debemos practicar las buenas obras: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:8-10).

Es el propio Dios quien otorga las recompensas sobre la base del servicio fiel que ha rendido el creyente después de ser salvo. Eso quiere decir que sólo los cristianos recibirán recompensas. Los galardones es un salario que se paga por la labor de amor realizada. Si no se hace nada por el amor de Cristo, no se recibe nada.

Además, hay que tener bien claro, que incluso hasta las recompensas que ganamos son otorgadas por la gracia de Dios. La parábola de los obreros indica que Dios siempre es justo con sus siervos: “Porque el reino de los cielos es semejante a un hombre, padre de familia, que salió por la mañana a contratar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Saliendo cerca de la hora tercera del día, vio a otros que estaban en la plaza desocupados; y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de las horas sexta y novena, e hizo lo mismo. Y saliendo cerca de la hora undécima, halló a otros que estaban desocupados; y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados? Le dijeron: Porque nadie nos ha contratado. Él les dijo: Id también vosotros a la viña, y recibiréis lo que sea justo. Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada uno un denario. Al venir también los primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día. Él, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno? Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros; porque muchos son llamados, mas pocos escogidos” (Mt. 20:1-16).

El Señor no da menos que lo justo, y el siervo no tiene derecho alguno para reclamar nada. Se debe realizar su trabajo, “no con tristeza, ni por necesidad”, sino con amor, confiando en que Dios será fiel en recompensarnos. Nunca debemos hacer comparaciones con esos otros que trabajan a nuestro alrededor, porque Dios otorga los galardones por su gracia, no por obligación.

Aunque hayamos ganado las recompensas por servicio, hayamos sido siervos fieles y trabajado duro, eso es lo que se espera de nosotros. Hemos sido salvos para servir a nuestro amo, el Señor Jesucristo. Es sólo por la gracia infinita de Dios que tenemos capacidad para realizar cualquier servicio aceptable, pero la gloria es suya, asimismo el salario. Él tuvo la misericordia de hacer de nosotros vasos de honra, aptos para el servicio, además de recompensarnos por lo que hizo por medio nuestro. Somos instrumentos de su obra, pero es él quien obra. Se nos recompensa por ser instrumentos listos y dispuestos. Nuestros galardones entonces son un salario por gracia, que percibimos por nuestra disposición para ser usados. El hombre sólo recibe la salvación, pero a diferencia, participa activamente para ganar los galardones.

“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:6-8).

“He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Ap. 22:12).

“Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16:27).

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible” (1 Co. 9:24, 25).

4. Las recompensas son una posesión futura

En contraste con la salvación, la cual según la Biblia disfrutamos ahora, las recompensas son estrictamente un logro del futuro. Hoy luchamos por los galardones, ya que será el salario que recibiremos por un servicio fiel. Sería absurdo esperar paga por un trabajo que no se ha hecho. Es obvio que la remuneración por un servicio completo, no se otorga hasta tanto no se completa el mismo. De tal manera que la recompensa por lo que podamos hacer hoy, la recibiremos en el futuro, cuando estemos en el hogar celestial.

Tal vez hay una buena razón para que no percibamos las recompensas ahora. Quizá todavía no seamos capaces de apreciarlas. Algunos de los galardones, por su propia naturaleza, no los podemos recibir hasta tanto no estemos a salvo en los brazos del Señor. Ahora, esto no quiere decir que actualmente no podemos disfrutar de bendiciones por servir fielmente al Maestro. Sí, nos gozamos, pero sólo son bendiciones temporales, no recompensas eternas, hay una gran diferencia. Es satisfactorio saber que estamos haciendo la voluntad de Dios. Este conocimiento trae gran alivio y bendición, pero no se compara con el gozo de escuchar que el propio Señor nos dice: “Bien, buen siervo y fiel”.

Podemos pensar en nuestras recompensas celestiales, anticiparlas, pero sólo las disfrutaremos cuando estemos ante el Señor Jesucristo. Es el amor por él, la anticipación de estas recompensas y el deseo de verlo, lo que hace que creamos que todo valdrá la pena. Note que Pablo habla de recompensas como un logro futuro:

“Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa” (1 Co. 3:14).

“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:7, 8).

• Nuestro Señor asimismo se refiere a estas recompensas como algo futuro: “Y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos” (Lc. 14:14).

“Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt. 16:27).

En resumen, hay un profundo abismo entre el significado de la salvación y el de las recompensas, para nada son lo mismo. La salvación es para los pecadores y las recompensas para los santos. La salvación es idéntica para todos los que por fe reciben al Señor Jesucristo como Señor y salvador, mientras que las recompensas les serán otorgadas a los cristianos por una vida de servicio. La salvación es un regalo por gracia que le otorga Dios a los perdidos, los galardones son un pago que le adjudica a los creyentes por su gracia, por permitir que obrara a través nuestro. La salvación la tenemos ahora, para disfrutarla por la eternidad. Las recompensas las recibiremos cuando ganemos la carrera y estemos en la presencia de nuestro gran Señor, Dios mismo.

Si es uno de los que espera que en el día del juicio sus recompensas o buenas obras pesen más que sus pecados, tengo muy malas noticias para usted. No tendrá nada para pesar. Sólo el siervo puede ganar una recompensa, y hasta que no se arrepienta de sus pecados y le implore al Señor Jesucristo que lo salve, no podrá convertirse en un siervo. A todos los que no son siervos del Señor, el consejo es: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24).

La sala de justicia

El matrimonio cristiano es uno los eventos más sagrados y bendecidos que se nos permite presenciar. El tema del matrimonio adorna las páginas de la Santa Palabra de Dios, de la misma forma como el vestido engalana a la novia. Uno de los pronunciamientos más antiguos de Dios fue: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él... Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gn. 2:18, 24). No obstante, el matrimonio cristiano es apenas una fracción de la grandeza y magnificencia del evento que presagia. Muchos pasajes en el Nuevo Testamento comparan la relación entre Cristo y su iglesia con la del esposo y su esposa:

“Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Co. 11:2).

“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Ef. 5:25-31)

“Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (Ap. 19:7, 8).

Se describe a la Iglesia como una desposada ansiosa esperando el regreso de su esposo quien se ha ido. El esposo está bien ocupado preparando un lugar confortable para su esposa. Le ha prometido que regresará, y ella lo espera confiada. Mientras tanto, también está preparándose. Su compromiso está confirmado y la boda es segura, está agradecida, le ama y es fiel. ¿No le parece que esto es una semblanza perfecta de la Iglesia? Esperamos el regreso del Señor, sabiendo que nuestro matrimonio con él está sellado por el Espíritu Santo, y es una certeza porque nos dio su Palabra:

“En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13, 14).

“Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios” (1 Jn. 5:13).

Nosotros permanecemos firmes en su amor porque él nos sostiene, sabiendo que somos receptores inútiles de su elección. Estamos agradecidos con él porque, “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21).

Poco después del retorno del Señor Jesucristo para llevarse consigo a su esposa, tendrá lugar la boda, cuyo esplendor excederá a todos los matrimonios previos combinados. Será la reunión y boda de Cristo y su esposa la iglesia. La salvación por la cual murió el Señor Jesucristo se completará cuando estemos unidos con él para siempre.

Sin embargo, hay un evento que precederá el matrimonio de Cristo con su iglesia. Es la preparación final de la propia esposa. Hay un dicho muy viejo que dice que todas las novias son hermosas. Esto es parcialmente cierto, debido al vestido que viste la desposada antes de la ceremonia. El atuendo tradicionalmente es blanco y diáfano. Las ropas que llevaba puestas son colocadas a un lado, sólo una vestidura apropiada la adorna.

La Biblia habla más o menos en la misma forma de la iglesia, la esposa de Cristo: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (Ap. 19:7, 8).

Cuando la esposa se presente ante su esposo en las bodas del Cordero, estará vestida con ropas limpias, blancas, de lino fino. Todo lo impuro o inapropiado será removido, sólo lo puro y verdadero permanecerá.

El hecho de que la iglesia es la esposa de Cristo, indica que cada uno de sus miembros ha experimentado el nuevo nacimiento por el Espíritu de Dios. El Señor Jesucristo nunca se uniría a una esposa no regenerada, sólo lo hará con esos que han nacido de agua y por su sangre.

“Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (He. 13:12).

“Y de Jesucristo el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén. He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él. Sí, amén” (Ap. 1:5-7).

De tal manera que cuando la Biblia dice que “su esposa se ha preparado”, no se refiere a salvación. Lo que indica es que ha trabajado por las vestiduras que lleva puestas. Son las ropas del servicio, no de la salvación. Es el vestido que debe usar, no para entrar en el cielo, sino porque ya ha entrado al cielo. Su vestido de lino fino, blanco, limpio y resplandeciente, son la “justicia de los santos”. No obstante, no todo el servicio rendido por los santos será encontrado apto, de la misma manera no todos los vestidos en el vestuario de la esposa serán aptos para este día tan anticipado. De tal manera que previo a la boda, tendrá lugar un evento en el cual le dirán a la esposa qué será lo apropiado para que se ponga, cuáles son las vestiduras de justicia y cuáles no, qué servicio hecho para el Señor es aceptable y cuál no es. La esposa estará cubierta con las obras de servicio aceptables, las cuales ha hecho para su Esposo. Todo lo que no sea idóneo será desechado como indigno.

Entre el rapto de la Iglesia, cuando seamos arrebatados por nuestro Señor Jesucristo en el aire y las bodas del Cordero, habrá un período durante el cual se juzgará la vida y servicio de la esposa, en el Tribunal de Cristo.

Los juicios de los creyentes

A lo largo de nuestras vidas cristianas, los creyentes estamos involucrados en tres juicios distintos. En cada uno de los cuales se nos juzga como personas en una categoría diferente.

1. Como pecadores somos juzgados en la cruz del Calvario

Sin mérito alguno de nuestra parte, somos absueltos de la pena del pecado, porque el castigo que teníamos que pagar lo expió otro, alguien que no había cometido pecado. El Señor Jesucristo fue juzgado en lugar nuestro y gracias a Él somos justificados ante los ojos de un Dios santo:• “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros... Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro. 5:8; 8:3).• “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21).• “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24).

Gracias al Hijo de Dios, nuestro juicio por el pecado quedó atrás, Él también nos justificó gratuitamente por su gracia, por esta razón nunca seremos juzgados ni divinamente condenados por nuestro pecado:• “Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida... Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu... Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó. ¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 5:9, 10; 8:1, 30-34).• El Hijo de Dios no sólo nos libró del castigo de nuestro propio pecado, sino que también nos preserva de la ira venidera: “...a Jesús, quien nos libra de la ira venidera... Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts. 1:10; 5:9).• Somos libres para siempre del castigo que merecemos por nuestros pecados, el cual es muerte: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).

2. Como hijos de Dios somos juzgados constantemente

Cuando experimentamos el nuevo nacimiento y nacemos en la familia de Dios, comenzamos a disfrutar de ciertos derechos. Tenemos al Señor Jesucristo como nuestro Abogado Defensor, como Intercesor, Esperanza, Salvador y Mediador. También tenemos al Espíritu Santo como un Compañero constante, Amigo siempre presente, Consolador, Maestro y Guía. Asimismo a Dios el Padre como nuestro Padre celestial, con todos los derechos y privilegios que acompañan esta relación única. Tenemos que amar a Dios, honrarlo, asirnos a lo que es bueno y aborrecer lo malo. Como hijos de Dios, somos juzgados constantemente en esta tierra por nuestras acciones y pensamientos hacia él y otros. Este castigo correctivo nos mantiene en el sendero correcto, y nos hace más parecidos al Maestro, el Señor Jesucristo:

“Y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He. 12:5-11).

“Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co. 11:28-32).

3. Como creyentes somos lavados y limpiados en la sangre de Jesús, y en el tribunal de Cristo seremos juzgados como siervos del Señor

Este juicio final no tiene nada ver con la salvación o destino, porque eso fue determinado ya por nuestra respuesta al evangelio. Como dijo el Señor Jesucristo: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él... De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 3:36; 5:24).

Este juicio tiene que ver con el servicio y exige atención en nuestro estudio de las recompensas de los creyentes. Con respecto a la escena en la sala de justicia, en el tribunal de Cristo, es importante considerar su tiempo y lugar, las personas que son juzgadas, el Juez y el propio tribunal. Vamos entonces a entrar a la sala de justicia.

El tribunal de Cristo

Uno bien puede preguntar, ¿qué es el tribunal de Cristo? Hay dos palabras en el Nuevo Testamento que se traducen como “tribunal”. La primera se encuentra en Santiago 2:6 y la segunda en 1 Corintios 6:2-4, es el vocablo griego criterion, que significa: «la regla por la cual se juzga, o el lugar donde se pronuncia el juicio». La segunda es bema: «la tarima o plataforma de estrado desde la cual los jueces impartían su veredicto en los antiguos estadios griegos». Esta plataforma elevada a la que se ascendía por escalones, era también la tribuna o el sitio oficial desde el cual juzgaban tanto a griegos como a romanos. Fue en el bema localizado en la ciudad capital de Cesarea, en donde Herodes Agripa se sentó cuando se dirigió a los ciudadanos de Tiro y Sidón (Hechos 12:20, 21).

El bema era generalmente una plataforma elevada edificada en un lugar público. Esto permitía que todas las personas pudieran escuchar los resultados de los juicios. Sobre este lugar leemos en la Escritura:

“Entonces Pilato, oyendo esto, llevó fuera a Jesús, y se sentó en el tribunal en el lugar llamado el Enlosado, y en hebreo Gabata” (Jn. 19:13).

“Pero siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos se levantaron de común acuerdo contra Pablo, y le llevaron al tribunal” (Hch. 18:12). Esta última referencia registra, que cuando Pablo fue llevado ante el tribunal, el cargo contra el apóstol era que “...persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley” (Hch. 18:13).

El bema también era la antigua plataforma elevada en los juegos en Atenas, Grecia, en donde se sentaba el árbitro o juez. Desde allí observaba las competencias. Cuando se decidía quién era el ganador, el atleta victorioso se acercaba al bema y allí era recompensado. Éste no era el banco judicial de condenación. Allí no se determinaba quién era el ganador, sino que la competencia se ganaba en el campo de juego. Sólo los ganadores se paraban delante del juez y allí se les alababa, dependiendo de cuán grande había sido su victoria o batalla decisiva, y se les otorgaba diversos tipos de galardones.

Las palabras de advertencia de Pablo cuando describe el tribunal de Cristo, se basaron en su conocimiento de los bemas en Cesarea, Corinto, Atenas, etc. Había una correlación natural entre ellos. En el bema celestial no se decidirá nuestra culpa o inocencia. Ese asunto, como ya explicara, fue determinado hace mucho tiempo en la cruz del Calvario, cuando el Señor Jesucristo expió por nuestros pecados con su propia sangre. En el tribunal de Cristo no se resolverá si somos salvos o perdidos, sino que se juzgará el mérito verdadero de nuestro desempeño por el Señor. Como contendientes de la fe somos íntimamente escudriñados durante nuestra vida de servicio, y un día el Juez nos recompensará y nos otorgará los laureles que ganamos en la arena de la fe. Los atletas griegos eran laureados, no por ser atletas, ya que todos los que entraban en la arena ya lo eran, sino por su actuación en la competencia. De la misma manera, los creyentes también seremos galardonados por nuestro desempeño como siervos de Dios. El tribunal de Cristo se menciona por nombre sólo dos veces en el Nuevo Testamento:

“Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Ro. 14:10).

“Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10).

Con este bema está asociado la prominencia, el honor, autoridad, declaración y recompensa, exactamente como con cualquier otro bema. Sin embargo, es mucho más prominente y honorable que esos en Cesarea y Corinto, porque es el bema de Cristo el Señor. La mayor diferencia entre el bema celestial y las otras plataformas elevadas, es la peculiaridad de quienes serán juzgados y la preeminencia del Juez.

¿Quiénes serán los juzgados?

El Nuevo Testamento usa el término “Iglesia” para referirse al cuerpo de hombres y mujeres que reconocieron su condición pecaminosa, se arrepintieron de sus pecados, reconocieron el sacrificio del Señor Jesucristo en el Calvario como el pago por su maldad y le recibieron como Señor y Salvador. Todo esto confiando en la promesa de Dios: “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación... Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Ro. 10:9, 10, 13).

De tal manera, “Iglesia” como se usa aquí, obviamente no se refiere a un edificio sagrado, una denominación o grupo religioso en general. Sólo alude a esos que han recibido a Jesús como su Salvador, sin tener en cuenta dónde se encuentran o a qué denominación pertenecen. No todos los que aseguran ser cristianos, en realidad son propiedad de Cristo comprados del pecado por su sangre preciosa. Muchos tienen la idea errónea que si no son judíos, musulmanes, budistas o ateos, automáticamente caen en la categoría de cristianos. Pero la Biblia dice que los cristianos, esos incluidos en la iglesia de Cristo, son sólo los salvos del pecado, separados para vivir una existencia que place a Dios.

La relación entre la Iglesia y Jesucristo es de bienaventuranza. Entre Cristo y su iglesia existe unidad que es sin paralelo en la historia. La Iglesia es un cuerpo de creyentes, y Cristo es su cabeza, como dicen estas Escrituras:

“Y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia... Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador” (Ef. 1:22; 5:23).

“Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia” (Col. 1:18).• La Iglesia es un edificio incorpóreo del cual Cristo es el fundamento y la piedra angular: “Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios” (1 Co. 3:9).

“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:19-22).

• La Iglesia es como una rama y para poder sobrevivir debe estar arraigada en Cristo, la vid, así lo dijo él mismo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5).• La Escritura también nos dice que la Iglesia es la esposa y Cristo el esposo: “Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1 Co. 11:3).

“Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador” (Ef. 5:23). Con esta asociación y unidad íntima, es sólo natural esperar que Cristo y su Iglesia moren unidos.

Sin embargo, éste no es el caso en la actualidad, pero esto no significa que Cristo ya no ama a esos por quienes murió, sino por el contrario, nos ama tanto que ahora mismo está preparando un lugar para nosotros. Su promesa es: “Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:3). Cuando venga por nosotros, moraremos con él por la eternidad. Este evento, que conocemos comúnmente como el rapto de la Iglesia, antecederá al juicio ante el tribunal de Cristo. Primero seremos arrebatados al cielo y luego compareceremos ante el Señor en el bema, en donde seremos recompensados por nuestro servicio.

Ya que no podemos presentarnos ante el tribunal de Cristo a menos que seamos siervos de Dios, y dado que no podemos ser siervos de Dios si no hemos sido salvos del pecado por el Señor, entonces sólo los salvos estarán delante del Juez en el bema celestial. En estas porciones de la Escritura que tratan con el tribunal de Cristo, se menciona con gran frecuencia al verbo en la primera persona. Por ejemplo en los primeros 10 versículos, del capítulo 5 de 2 Corintios, se usa la primera persona en plural, no menos de 17 veces: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:1-10).

Pablo dirige esta carta “...a la iglesia de Dios que está en Corinto, con todos los santos que están en toda Acaya” (2 Co. 1:1). Ambas palabras “iglesia” y “santos” son términos reservados a esos lavados y limpios en la sangre del Cordero, el Señor Jesús. Cuando Pablo se refiere a “nosotros” en el capítulo 5, está hablando no del mundo entero, sino de los cristianos a quienes dirige la carta. Así sea que estuvieren en Corinto en el primer siglo, o en cualquier pueblo en este siglo, es el cristiano quien un día comparecerá ante el tribunal de Cristo. El mundo no tendrá participación de ninguna clase, como tampoco se paraba en el bema en el antiguo Corinto implorando una corona, alguien que no era atleta.

Pero... ¿Qué con respecto a esos que han rechazado a Cristo? ¿Acaso no serán juzgados? Sí, pero no comparecerán ante el Juez en este bema celestial. Ellos se presentarán ante él en la corte judicial del gran trono blanco, retratada proféticamente en Apocalipsis 20:11-15. Pablo de ninguna manera pudo haber incluido a los no regenerados en el capitulo 5 de 2 Corintios. De acuerdo con el versículo 1, los no regenerados no tienen “de Dios un edificio”; tampoco poseen “las arras del Espíritu” de que habla el versículo 5; no andan “por fe”, como dice el versículo 7; no tienen la esperanza de estar “presentes al Señor” a su muerte, como declara el versículo 8; su labor no es “agradable” para Dios y subsecuentemente no comparecerán ante el tribunal de Cristo.

Es evidente que quienes serán juzgados en el bema de Cristo son los que por medio de la gracia inmerecida de Dios han recibido nueva vida en Cristo. Éste será el juicio de la Iglesia, no de la humanidad en general o del mundo. Sólo esos capacitados podrán encontrarse allí y la única forma para calificar es mediante la muerte de Jesús en favor nuestro. Seremos juzgados por las cosas que hicimos en el cuerpo, sean buenas o malas. No se nos juzgará como pecadores, sino como siervos. En el tribunal de Cristo estaremos como siervos del Dios vivo.

¿Quién es el Juez?

Los jueces generalmente son oficiales elegidos o nombrados. Los requisitos para este alto oficio exceden las simples consideraciones partidistas. A la mayoría no le preocupa mucho a qué afiliación política pertenece el candidato, sino que lo principal es que sea el mejor hombre, que tenga buen juicio y lo más importante, que sea una persona íntegra. Los jueces deben ser hombres de calibre, con alta fibra moral y un carácter incuestionable. Deben ser compasivos y sensible a las necesidades de esos que juzgan.

Estas características estaban bien claras en las mentes de los judíos de la antigüedad cuando elegían a un hombre para el Sanedrín, la corte suprema del judaísmo. Una de las estipulaciones era que fuese casado y posiblemente hasta padre con hijos. Consideraban que esto los capacitaba para tratar mejor a sus semejantes y administrar la justicia con misericordia. Hoy en día, un buen juez es uno cuyo buen carácter le permita sentir amor y compasión cuando administra la justicia. No puede dejar de impartir el castigo merecido, pero tampoco puede usar severidad irrazonable cuando impone la pena.

Si esos son los requerimientos que debe reunir un buen juez en nuestra sociedad, ¿cuánto más no se requerirá del Juez que se sentará en el tribunal de Cristo? El Juez sentado en el bema celestial debe ser alguien con integridad y santidad absoluta, alguien que esté bien al corriente de las pruebas que enfrentan los hombres.

Ese Juez sólo puede ser Dios, garantizando así que la entrega de las recompensas será algo completamente honorable. De igual manera, debe ser un hombre, a fin de sentir simpatía y comprensión por los problemas de los seres humanos para servir a su Amo. Esto significa que el Juez perfecto tiene que ser Dios y hombre. Eso es exactamente lo que es el Señor Jesucristo: Dios y Hombre perfecto. En conformidad con el programa sublime de Dios, el Juez en el tribunal, será verdaderamente el Señor Jesucristo. El Señor Jesús, quien es Dios en la carne, ciertamente hará un juicio santo y honesto al otorgar las recompensas por el servicio, porque su esencia es la honestidad y santidad: • “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (He. 7:26).

• Como hombre, Jesús conoce a los seres humanos, tal como así lo ratifica este versículo: “Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Jn. 2:24, 25).

• Como humano fue tentado, pero no pecó: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15). Se compadece y entiende los problemas que tenemos que enfrentar para vivir una vida que agrade a Dios.

El bema celestial es el tribunal de Cristo, y no hay duda alguna de quién será el Juez. Hay un buen número de referencias adicionales a Jesús como Juez. Al meditar en el tiempo de su partida, en 2 Timoteo 4:8 Pablo se refiere a “la corona de justicia, la cual le dará el Señor, juez justo”. Pedro dice que a Jesús “...Dios lo ha puesto por Juez de vivos y muertos” (Hch. 10:42). Lucas registró en Hechos 17:31 que Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos”.

Como ya hemos notado, el único hombre calificado para ser tal Juez es el Señor Jesucristo. Este versículo de la Escritura apoya esta conclusión: “Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo” (Jn. 5:22). Por lo tanto, es evidente que en el tribunal de Cristo seremos tratados con justicia. Debido a la justicia e integridad del Juez en el bema, el Señor Jesucristo, si nuestras obras son encontradas aceptables se nos otorgarán recompensas.

¿Cuándo será el juicio?

Ya hemos notado que el juicio ante el tribunal de Cristo, antecederá a la cena de las bodas del Cordero. La esposa estará adornada con lino blanco, fino y resplandeciente que son las justicias de los santos. Esto significa que estaremos vestidos con las obras de servicio para el Señor, que Dios por su gracia nos permita hacer. Es también obvio que este juicio tendrá lugar después del rapto de la Iglesia, cuando “...el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts. 4:16, 17).

En este mismo momento, el Señor no está juzgando el servicio de esos que llegan ante Él al morir. De acuerdo con lo que dice la Escritura, el Señor Jesucristo ahora mismo ejerce sus funciones de Intercesor, no de Juez: “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He. 7:25). “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). Él no ha entrado todavía a la sala de justicia ni ha ascendido los escalones del bema. No lo hará hasta que no haya recogido a esos cuyas obras juzgará.

Más imponente es aún la lista de referencias del Nuevo Testamento que indican que las recompensas no serán entregadas sino hasta después del retorno del Señor. Se habla de las recompensas de los santos en asociación con ese día, el cual se refiere al glorioso día en que seremos recogidos en los brazos de Cristo:

“Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:5).

“Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:8).

“He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Ap. 22:12).

Es evidente que las recompensas no son una posesión presente, tampoco son otorgadas a la muerte del creyente. Sólo serán adjudicadas después que los siervos sean juzgados, y eso será en el tribunal de Cristo. En los versículos arriba citados, el énfasis es siempre en el futuro, el día en que vendrá el Señor. Considere también los siguientes pasajes:

“Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos” (Mt. 25:19).• “...pero te será recompensado en la resurrección de los justos” (Lc. 14:14b).

“Asidos de la palabra de vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado” (Fil. 2:16).• “Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida?” (1 Ts. 2:19).

Cuando el Señor Jesucristo venga, entonces seremos juzgados y recompensados. Ahora mismo decimos que todo valdrá la pena cuando veamos a Cristo, pero en ese día confirmaremos esto. Ahora, estamos aguardando su venida, tal como una esposa espera ansiosa la llegada de su futuro esposo. El juicio ocurrirá casi inmediatamente después del rapto, porque la ceremonia matrimonial tiene lugar poco después de la llegada del esposo. Los eventos del rapto y del bema sucederán en un corto período de tiempo. No habrá una espera ansiosa para el juicio. El esposo estará allí y nosotros nos encontraremos cubiertos con las vestiduras blancas de servicio que hayan resistido la prueba del fuego.

¿Dónde será el juicio?

Así como el tiempo del juicio ante el tribunal de Cristo, no puede ser otro, más que el que sigue inmediatamente después del rapto y antes de la cena de las bodas del Cordero, de la misma manera el lugar del juicio no puede ser otro que el cielo. 1 Tesalonicenses 4:13-18 describe el rapto de la Iglesia e indica que “...seremos arrebatados... en las nubes para recibir al Señor en el aire...” Además, 2 Corintios 5:1-8 retrata la valentía que debemos tener en la muerte, porque sabemos “...que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor”. Y como Pablo, “...quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”.

La muerte para el creyente significa estar en la presencia inmediata de Dios. Así sea que lleguemos ante él por la muerte o por el rapto, sin duda compareceremos ante su presencia en el bema, en donde será tanto Juez como Remunerador. Es obvio que este evento sucederá en el cielo, porque el juicio sólo puede celebrarse donde está el Juez y los que serán juzgados. La Biblia indica claramente que después de nuestro traslado desde la tierra, moraremos en el cielo, así lo afirmó el Señor Jesucristo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:1-3).

Es un pensamiento impresionante a considerar, el hecho que las recompensas otorgadas en el tribunal de Cristo determinarán nuestra posesión y situación por la eternidad. Lo que es aún más increíble, es que el servicio que estamos llevando a cabo ahora para Dios será la base del juicio en el bema celestial. Esto hace que el trabajo que realizamos hoy para el Señor, sea lo más importante en nuestra vida. Hágamoslo ahora, porque “...La noche viene, cuando nadie puede trabajar” (Jn. 9:4b).

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